domingo, 20 de mayo de 2012

La Casa de la Guerra (11-05-2004)



Algunos de los que creen que la masacre del 11-M se produjo como consecuencia del apoyo de España a la intervención en Iraq, deberían conocer, y evaluar, que en el radicalismo musulmán existe una obsesión dualista que diferencia con nitidez lo que es la Casa de la Paz (Dar al Salam) de la Casa de la Guerra (Dar al Harb).

En opinión de los integristas radicales, la Casa de la Paz está representada por ciertos países que se rigen mediante la Sharia o ley islámica, y un ejemplo típico de régimen “shariano” sería el antiguo Afganistán de los talibanes. Por fortuna, los países donde impera la Sharia sólo son ocho o diez, y en alguno de ellos, como Nigeria, únicamente se aplica en el norte musulmán. Pero lo que para nosotros es una suerte, la escasez de naciones sometidas a la Sharia, para ellos es una gran calamidad, de ahí que los integristas propugnen a toda costa la extensión de semejante ley.
Para los radicales islámicos, la Casa de la Guerra es el resto de los países no sometidos a la Sharia, especialmente el mundo occidental (USA, Europa, etc.), considerado de costumbres corruptas por los integristas y donde es obligado llevar la guerra al precio que sea, incluso mediante atentados suicidas. No olvidemos que el Corán insinúa (en el Corán nada queda suficientemente claro) un baremo celestial que mide a las naciones; éstas, como los individuos, pueden llegar a corromperse por la riqueza, el poder y el orgullo, y si no se enmiendan serán castigadas con la decadencia o sojuzgadas por otros pueblos más virtuosos. Así, pues, el radicalismo islámico cree que encarna la virtud y que tiene asignado el papel de brazo ejecutor del castigo divino.

El problema, sin embargo, no es el islam de Mahoma, que podría considerarse una fe monoteísta más o menos aceptable en sus inicios y con alguna semejanza al cristianismo o al judaísmo. El verdadero problema es que a partir del siglo IX se fue compilando el Hadit (tradición o Sunna de los actos y costumbres del Profeta que debían servir de ejemplos complementarios a lo prescrito en el Corán), donde se incluyeron numerosas falsedades vagamente relacionadas con la religión o con las normas que el propio Mahoma propuso. En el Hadit, de hecho, se insertaron hábitos recalcitrantes de las ciudades de Kufa, Medina o Damasco, que procedían de tiempos anteislámicos.
La Sharia o ley islámica, a la que son tan adeptos los islamistas radicales, está basada en el Corán, libro supuestamente revelado por Dios, a través del arcángel San Gabriel, al caravanero Mahoma. Mahoma, que era analfabeto, proclamó de viva voz a sus seguidores los supuestos mensajes divinos, que fueron memorizados, anotados parcialmente y recopilados unos 20 años después de la muerte del Profeta. Pero la Sharia también se fundamenta en el Hadit, que es una obra cerrada, incapaz de adaptarse al mundo de hoy, llena de prejuicios hacia la mujer, salpicada de pautas alejadas de toda racionalidad y que rechaza el libre albedrío del ser humano. La Sharia, asimismo, condena a muerte cualquier intento de apostasía del creyente musulmán y no carece del odio que el califato abasí (en el poder durante los años de la compilación) arrojó hacia su enemigo mortal, la única dinastía poco fanatizada que ha tenido el Imperio islámico: Los omeyas, una de cuyas ramas creó el esplendoroso califato de Córdoba.
El hecho de que en nuestros días se manifieste con tal virulencia ese integrismo fanático que considera a la Sharia admisible en su literalidad, y de obligado cumplimiento, obedece a tres razones esenciales y consecutivas:
1) La caída del Imperio otomano a principios del siglo XX, que dejó múltiples rivalidades ansiosas de venganza y reclamaciones territoriales, tales como los casos de la región balcánica o del conflicto greco-turco, incluido el chipriota.

2) La pésima descolonización de oriente próximo y norte de África en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, atribuibles a Francia y Reino Unido, que puso a los países árabes en manos de regímenes tiránicos o de reyezuelos dispuestos a subvencionar radicalismos fuera de sus fronteras. Aquí no sería preciso poner ejemplos, puesto que no se salva ninguno entre el Atlántico y la India.
3) La caída del bloque comunista en los años ochenta, que liberó energías reprimidas durante generaciones en todo el islam euroasiático e independizó otra docena de estados de nula tradición democrática.
Antes de producirse los tres acontecimientos citados, se dieron situaciones de poder que habían actuado de freno sobre el integrismo musulmán, pues se le combatió sin ningún tipo de contemplaciones ni miramientos, sobre todo al final del Imperio otomano y todo el tiempo que duró el despótico poderío de la URSS. Al desaparecer tales frenos, se fue materializando una mentalidad integrista y fanática que, como en el caso de los nacionalismos ibéricos a partir del 75, aspiraba (y desde luego aspira) a volver a tiempos pasados de utópico esplendor panislámico.
Habría que considerar, de otra parte, tres cuestiones que explican el hecho de que los integristas no carezcan de un grupo de palmeros (si alguien tiene alguna duda no tiene más que repasar algunos foros y páginas de Internet) que jaleen los efectos de más de un horroroso atentado de los radicales islámicos, como por ejemplo el perpetrado el 11-S:
a) El desbarajuste de cierta izquierda occidental, que quedó sin referentes ideológicos tras el derrumbe del muro de Berlín y decidió apoyar cualquier causa anti USA que apareciese en el mercado del odio, ya que era al liberalismo americano a quien culpaba de su orfandad.
b) La ausencia de compensaciones territoriales adecuadas para los palestinos, algo patente, al menos, desde la Guerra de los seis días, que motivó igualmente que la izquierda impetuosa y resentida, ahora bastante desocupada, hiciese propias las viejas reivindicaciones árabes; eso sí, sin importarle demasiado la calaña de algunos de sus mandatarios. Es tal el rencor que esa izquierda ofuscada siente hacia Israel, que prefirió ignorar que para individuos corruptos como Arafat, el mismo que se rodeó no hace mucho de señoras “progres” españolas, el conflicto permanente no deja de ser la situación óptima para evitar que su pueblo lo juzgue por latrocinio, delito denunciado hace poco por la Unión Europea.
c) La falta de moral en cierta administración “yankee” (quizá en época Reagan), que no dudó en crear o alimentar al monstruo Ben Laden para que ayudase a expulsar a los soviéticos de Afganistán. Es evidente que la inteligencia norteamericana calculó con tanto desatino los efectos secundarios de su creación, decididamente espuria, que lo que debía servir para erradicar el comunismo ruso de un territorio concreto no solo acabó por expandir en medio mundo otra clase de peligro totalitario, el terrorismo radical islámico, sino que estableció la coartada perfecta de los que opinan que toda violencia procede de USA.

Aunque a muchos les costará admitirlo, sobre todo si han contemplado con demasiada frecuencia a los romeros de la izquierda (esos que pasean en romería sus pancartas), USA, Israel y los treinta y tantos países que mantienen tropas en Iraq, todos ellos democracias, proceden en legítima defensa, pues los terroristas, ya se sabe, matan cómo y cuando pueden. Y de nada sirve arrodillarse ante ellos y llamar “diálogo” al acto de postrarse.
La única opción no es el supuesto diálogo, ¡qué gran error!, sino la implantación de la democracia. Por más disparatada que nos parezca ahora la idea de lograr su aplicación en el submundo árabe, no queda más remedio que intentar civilizar al siguiente “lado oscuro de la fuerza”, ese resto de intolerancia, radicalismo y terror que, tras la caída del comunismo, representa hoy el integrismo musulmán.
Quizá el gran desacierto del trío de las Azores fue evitar llamar a las cosas por su nombre. Donde se dijo “armas de destrucción masiva”, simplemente debería haberse dicho, argumentándolo con todo lujo de detalles: “Vamos a democratizar el mundo árabe, porque el gran peligro para la libertad de la humanidad se encuentra oculto allí, y comenzaremos por Iraq”.

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