viernes, 29 de junio de 2012

Mi amigo revolucionario


Después de algún tiempo, ayer he vuelto a verlo. Ronda los 55 años mal llevados, consecuencia tal vez de haber sufrido más derrotas de las que cualquier otro hombre hubiese podido soportar. Tez sombría, corta estatura, tirando a regordete, incipiente papada y una mirada penetrante que escruta el alma para discriminar inmediatamente entre amigos y enemigos, única distinción para él admisible entre personas. Aunque inteligente, es dogmático y cree que la hora de la Revolución –así, en mayúsculas– que liberará a los parias de la tierra y significará el tránsito a la Arcadia feliz pronto sonará; yo creo que esa hora, si alguna vez existió, ha pasado ya y siempre ha acabado degenerando en lo mismo. Si hubiese vivido en otra época habría sido, no albergo ninguna duda, un revolucionario profesional. No uno de pacotilla, no: un revolucionario de acero, de los de verdad, de los que están dispuestos a morir y a matar por un mundo –así lo cree sinceramente– mejor y más justo. E, inescrutables son ciertos caminos, me ha distinguido con su amistad.


Nos conocimos mediados los ya lejanos noventa. De su mano, tuve acceso a ciertos círculos ultra izquierdistas en los cuales, producto de su mal orientada superioridad intelectual, gozaba de gran predicamento. Allí escuché cantar encendidas loas a papá Lenin, campeón de la progresía radical; allí escuché alabar hasta el delirio las bondades de Mao, faro luminoso que marcaba el camino a seguir; allí escuché –entre otros a un político de cierto renombre– decir que bien estaban los asesinatos de guardias civiles a manos de los etarras al ser aquéllos miembros de un ejército de ocupación; allí aprendí que el único motor que mueve a los pseudo revolucionarios de opereta y ponme otra birra, Pepe, es el odio intransigente e irracional; allí pronto me cansé de estar al decidir que con escasos veinte años mi cerebro me lo pagaba yo y que más enriquecedor resultaba perseguir, aún, ¡ay!, con poco éxito, chicas guapas que sangrientas y trasnochadas utopías revolucionarias.

Curado un servidor más por azar que por inteligencia del sarampión de incendiarias ideologías, continuamos el fiero revolucionario y yo manteniendo asiduo contacto. Llegamos a formar un curioso cuarteto: el montaraz revolucionario, el traidor a la santa causa, el nacionalsindicalista frustrado que maldecía a Franco por haber prostituido el legado de un tal José Antonio y el chico triste y tímido que, sin solución de continuidad, los mismo recitaba históricas alineaciones del Real Madrid que discursos de Azaña con sus puntos y comas. Por encima de innegables diferencias y broncas descomunales, éramos amigos y ciertas vivencias unen con un pegamento tan intangible como, al menos temporalmente, indisoluble. Recuerdo una noche de excesos etílicos en la cual salvamos al revolucionario de una muerte tan segura como estúpida al desplomarse inconsciente en una fuente del centro histórico de una ciudad gallega; en justa correspondencia, la providencial intervención de mi amigo revolucionario evitó que a quien esto suscribe le forrasen la cara a hostias unos ex camaradas siempre prestos a ajustar debidamente las cuentas a despreciables renegados. “No es esto, no es esto” dijo, añadiendo en supremo elogio: “Además es un buen tío, ¡qué cojones!”

La vida y la muerte, que no acostumbran a preguntar sobre particulares preferencias, diezmaron al curioso cuarteto sin excesivas contemplaciones. El nacionalsindicalista frustrado se nos fue en silencio y demasiado pronto –como dicen que se van los mejores – un caluroso día de finales de agosto: aunque nunca lo reconocerá sé que aquel día el revolucionario lloró. El chico triste compró un billete sólo de ida a no sé muy bien dónde y nunca más volvió a recitarnos sus alineaciones y discursos. El revolucionario y yo fuimos perdiendo lenta e inexorablemente el contacto: las frecuentes llamadas se fueron espaciando en el tiempo y la relación, que no la amistad, falleció por consunción.

Nos encontramos de tanto en tanto y en esas ocasiones –en las que capto como nunca la sutil diferencia entre hablar para recordar y hablar para crear recuerdos– caen las cervezas de rigor. Varias rondas después, entre bromas y pullas (“Eres un vendido al capitalismo”; “Estás más caduco que la momia de tu querido Lenin”) siempre, con los ojos inyectados en sangre, me dice lo mismo: “El día que la Revolución triunfe seré yo quien te dé el matarile. Estas cosas es mejor que las haga un amigo”. Siguiendo un rito en ningún libro escrito la contestación es inmutable: “No hay huevos, colega”. 

Tras despedirnos acostumbro a meditar sobre el asunto y la conclusión es invariable: cuando habla del matarile no está mintiendo. Sé que me quiere y me aprecia, pero también sé que en su lógica ilógica e irracional la amistad y el cariño ni mucho menos son incompatibles con el tema del matarile, más bien todo lo contrario: si algo sobra, precisamente, son huevos, colega. Este tío con sus ojos rojos y su voz pastosa me da miedo y consigue que me duela el alma, pero al tiempo no puedo dejar de estarle agradecido: gracias a él y al matarile que algún día espera darme he sido capaz de entender muchas cosas pasadas, presentes y, supongo, futuras.

4 comentarios:

  1. Con amigos así para qué quieres enemigos!? No te cruces con él plissss que tal y como están las cosas cualquier día salen a la carga. Bss

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    1. No es malo conocer a toda clase de gente y siempre es interesante saber qué razonamientos llevan a ciertas actitudes.

      Por cierto, me alegro de verte por aquí.

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  2. Me pregunto si el tal "Revolucionario" no será de los que buscan el consuelo encabezando un grupito de indignados dispuestos a todo pronunciamiento de boquilla, que es hoy a lo más que llega la extrema izquierda. Porque desde la caída del "Muro", ya ni la Revolución es lo que era.

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    1. Hombre, te aseguro que éste es de los bravos de verdad.

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