jueves, 2 de julio de 2020

Párrafos destacados (39)


El capítulo de hoy de “Viento de furioso empuje” (Amazon, tapa blanda y Kindle) se inicia con la descripción del escenario tras la batalla de Guadalete. Un escenario, castigado a conciencia por tres días de lluvia, que había quedado embarrado y lleno de desolación entre los supervivientes como consecuencia de la tristeza causada por la pérdida de tantas vidas.

Capítulo XXXIX. Tras la batalla

     La lluvia comenzó a caer al día siguiente de haber cesado la batalla, tres días atrás. Al principio apareció copiosa y coincidió con el amanecer, igual que los lagrimones de un niño que estalla a llorar apenas se despierta. Iba acompañada de truenos y relámpagos abundantes, a modo de esos gemidos intensos y desgarradores que suelen distinguir a la tormenta y al sollozo infantil enfebrecido. Luego la lluvia siguió profusa, continua, quiso verter su caudal de lágrimas y de aflicción ante la irreparable pérdida de tantas vidas humanas. Más tarde, pausadamente, el sentimiento de dolor fue calmando y la lluvia se hizo llovizna. Al fin, tan apaciguada como exhausta, la tristeza quedó apenas en un chispear resignado. Fueron tres días y tres noches de profundo desconsuelo, de lágrimas de ángel vertidas sobre la sangre.
     Sembrado de desolación, con numerosas huellas de acciones guerreras, el campo de Sidonia habíase convertido en un lodazal intransitable donde el agua acumulada impedía cerrar las fosas comunes en las que Tariq, así fue consciente de su victoria, había ordenado depositar los restos de quienes sucum­bie­ron en la lucha. El rais no deseaba que la llegada del sol y el calor sofocante corrompieran los cuerpos de unos valientes cuya triste suerte no merecía nutrir a toda fuente de epidemias.
     Aún se vivía con sobre­salto. Aún se trataba de identificar, en ese cuarto día gris y neblino­so, a cualquier combatiente que deambu­lase semiembarrado por la llanura, quien venía a ser algún malherido vuelto en sí tras largas horas de desmayo y fiebre o algún enterrador rezagado y más que harto de reparar una y otra vez las tumbas. El oficio de sepulturero no tenía fin. Tariq no había previsto que sus prisioneros y aun sus propios hombres, agotados en el combate, excavarían unas sepulturas tan rudimentarias, tan para salir del paso, que la escorrentía removería la tierra, exhumaría cadáveres humanos o animales desmañadamente soterrados y acabaría por llevarlos hasta el río, donde algunos cuerpos flotaron en dirección al mar.

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