martes, 30 de junio de 2020

Párrafos destacados (38)


En el capítulo 38 de “Viento de furioso empuje” (A la venta en Amazon, tapa blanda y Kindle) comienza el desenlace de una obra histórica, documentada a fondo, cuyo meollo es la llamada batalla de Guadalete, librada en julio del 711. A la novela, además de la necesaria veracidad historiográfica para hacerla creíble, se le suman las características propias de un relato ideado para que fuese lo más ameno posible: fantasía, hechos milagrosos, episodios dramáticos, careos religiosos entre el islam y el cristianismo, amores imposibles, canto a la amistad y un largo etcétera de aspectos que, desde el capítulo uno, se han escrito buscando el relato total.  

Capítulo XXXVIII. Guadalete

      Llanos de Sidonia, octavo amanecer desde que los ejér­citos se avistaron.
     Durante los días que antecedieron a la gran batalla, casi siempre a la caída de la tarde, las huestes de Tariq lograron hostigar en diversas ocasiones a los hombres del rey. Los rifeños arremetieron lo necesario para hacer creíbles unos ataques, con frecuencia atolondrados, que solían abandonar de improviso y a favor de la cercana noche. Se trataba de evitar el choque decisi­vo. En esas aparatosas retiradas, adornadas ex profeso de cobardía, el ejército berberisco jamás llegó a mostrar sus arcos y usaron siempre sus peores cabalgaduras, sus armas más sencillas y sus vestimentas más harapientas. Al decir de Tariq, los visigodos debían ser convencidos de que sus atacantes no eran más que una banda de zarrapastrosos. Considerables en número, si se quiere; tan cargantes y alborotadores como se pretendiera ver, a la par que inoportunos y codiciosos, pero harapientos y pelafustanes al fin y al cabo.
     Contaba en el modo de proceder del rais respecto a sus rivales, además del deseo de atizarles el engreimiento —que la vanidad ensombrece innúmeras virtudes—, la necesidad de entretenerles para que transcurrieran casi indemnes las jornadas necesarias. Así, pues, Tariq decidió recurrir a pequeñas algaras que fueron repelidas sin gran esfuerzo por los hombres del rey, lo que entre los godos constituyó una forma de diversión diaria que no dudaron en celebrar a lo grande mientras caían en la convicción del desgaste y el miedo que ocasionaban a los invasores. Cada uno de los pequeños triunfos ante los andrajosos rifeños, muy magnificados en el bando real, daba pie para sazonar la velada con frases de encarecimiento acerca de la propia valía.
     Había que esperar a que los refuerzos lle­gasen de África, pero no como una concesión a Manfredo, sino con la intención de reservar esas tropas para ser usadas en caso de apuro contra Rodrigo o bien en misiones secunda­rias de las que dependía un proyecto islamita que iba mucho más allá de Sidonia.

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