miércoles, 10 de junio de 2020

Párrafos destacados (30)


Sobre la novela “Viento de furioso empuje” (a la venta en Amazon), inserto hoy 500 palabras del inicio del capítulo XXX, donde se refiere la entrada furtiva de los protagonistas de la obra en el palacio de un sujeto desquiciado al que pretenden descubrirle sus crímenes y rescatar a sus víctimas. Yunán y Witerico, cada vez más asombrados de lo que van descubriendo en las galerías que recorren, llegan a un punto en el que dan por hecho que no saldrán vivos de la guarida de Masala.

Capítulo XXX. La morada del sacerdote

     Yunán y Witerico vieron desaparecer a Policronio al otro lado del tapial y decidieron rodear el caserón. Encontraron varias puertas y numerosas ventanas, pero unas y otras ofrecían serias dificultades para entrar: El edificio se hallaba muy vigilado allá donde los accesos permanecían abiertos o gruesos barrotes sustituían la vigilan­cia. Y eso sin contar la ronda, cuyo itinerario desconocían.
     Cuando juzgaban casi imposible superar la protec­ción del palacio e inclinados a desistir de la misión, Yunán pisó algo entre la hierba que sonó metálico y que le impulsó a detenerse por temor a que hubiera sido oído. Se trataba de un portillo de hierro usado como boca de leñera situada a ras del suelo. La abertura era pequeña, mediría poco más que el grueso de una persona, pero la tapa se hallaba desencajada, de ahí el tropiezo, y supusieron que lograrían introducirse en el sótano.
     Como en la oscuridad no había modo de comprobar el fondo de aquel recinto, Witerico cogió un pequeño guijarro y lo dejó caer en su interior. La piedra chocó casi de inmediato contra la leña, dándoles a entender que la leñera se hallaba bastante llena y que sería posible descolgarse sin demasiado riesgo a una caída aparatosa. Uno tras otro, ambos jóvenes se agarraron al contorno del portillo e hicieron pie sobre los troncos. La leña formaba escalones irregulares que facilitaron el descenso hacia una puerta que filtraba claridad por las rendijas. Pegaron el oído a esa puerta y no escucharon nada, así que decidieron abrirla con cuidado y penetrar en la zona iluminada.
     Los visitantes se hallaron en una amplia sala llena de fogones y mesas recubiertas de mármol, se trataba de la cocina del palacio, carente de actividad en esos instantes. Bajo una campana, cerca del ventanal enrejado que cubría la parte alta del semisótano, comenzaba a hervir el agua de un perol al que el cocinero, ahora ausente, no tardaría en añadirle verduras troceadas y algún que otro hueso carnoso que llenaban un recipiente contiguo, todo ello destinado a darle sustancia a un guiso de lo más apetitoso. Aparte del guiso, tres gallos desplumados y ensartados aguardaban su ración de fuego, que junto a varios panes recién horneados y un pequeño cofín de higos secos, supondrían la cena de madrugada de la guardia nocturna.
     Fuera de lo que a simple vista se advertía, también atrajo la atención de los visitantes una gran despensa repleta de quesos, fiambres, encurtidos y conservas que observaron a través de una amplia rejilla practicada en la puerta. Y pese a que el contenido de la fresquera se encontraba enclaustrado con su buen cerrojo, Yunán pudo distinguir tal cantidad de alimen­tos, cuyo aspecto parecía destinado a satisfacer paladares más que a nutrir, que al momento dedujo la marcada diferencia entre las opíparas raciones destinadas a los inquilinos del caserón y el sustento tan exiguo del resto de los habitan­tes de Sayara, compuesto desde hacía días, según explicó Yaidé, a base de generosas tajadas de hambre.

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