sábado, 2 de mayo de 2020

Párrafos destacados (4)


De la novela “Viento de furioso empuje” escojo hoy unas páginas que describen la mansión de Bar Rifat, un sabio librero que es poseedor de toda la cultura de su tiempo y que llegó a conocer en persona al profeta Mahoma, con el que departió en más de una ocasión. Sus 108 años de vida, sus miles de libros leídos, su todavía despierta razón a pesar de la avanzada edad y sus numerosos viajes, convierten a Bar Rifat en el preceptor ideal para que nuestros dos protagonistas encaucen su misión con alguna posibilidad de éxito: Se trata de intuir en qué país del mundo conocido podría hallarse el libro que ellos buscan.

Capítulo V. La casa del librero
El interior de la mansión de bar Rifat se mostró a los visitantes como el alber­gue de otro mundo, de otra época. Frente a la en­trada principal, un amplio ajimez favorecía que la luz del sol, propagándose en todas las direcciones, inundase la estancia e iluminara sus formas. Paredes blancas, recubiertas en su tercio inferior con alizar pálido. Techo abovedado, alto, presumido, carente de vigas y almocarbes. Suelo de alabastrita compacta, dispuesta mediante losetas que combinaban dos tonos azulados. Mobi­lia­rio es­caso que prescindía de lo vano, apenas dos sillas de tijera con asientos de cuero situadas a ambos lados de un fanal, ahora apagado, cuyo pie de bronce imita­ba el cuerpo de una ninfa.
           
Ausencia de adornos superfluos en una mansión donde los objetos decorativos parecían haber sido pros­critos. Solo un tapiz de extraño y atrayente dibu­jo, solo él, gozaba del privilegio de adornar los muros y de recau­dar para sí cuanto haz lumino­so quedaba rechazado en lo blanco. Y frente al tapiz, a una distancia de veinte largas zancadas, surgía una esca­lina­ta que se bifurcaba para crear una tribu­na en semiplanta, cuyos antepechos en negro intenso resaltaban la nitidez de una sala donde las sillas de tijera, atemorizadas y perdi­das en la amplia dimen­sión de su entorno, re­corda­ban a miniatu­ras de duendecillo.

Los pasos de Yunán, Abdelaziz y Cirilo sonaron ensordecedores en aquella enorme estancia poco menos que vacía y de suelos pétreos. El joven Cirilo les soli­citó paciencia y abandonó la casa en dirección al patio. Los visitantes oyeron cerrarse el portalón y alejarse la carreta, con sus conductores enzarzados de nuevo en la rutinaria controversia mañanera.

Yunán y Abdelaziz ocuparon las sillas de tijera y que­daron en silencio, incluso sus respiraciones se dejaban oír entremezcladas con algún sonido de lejana naturale­za que invadía el salón a través del ajimez. Aguarda­ron largo rato, esperan­zados, sin atreverse a hablar, re­partiendo miradas entre la singular escena del tapiz, acaso alegórica de la suprema creación, y sus propios rostros.

Algo le decía a Yunán que bar Rifat podía ser el depositario de las respues­tas busca­das por ellos. El ambiente le impulsaba a pensar que no sal­drían de­fraudados de un lugar donde el conocimiento, a dife­rencia de la gruta de Nacor, parecía hallarse presente aun sin manifestarse en documen­tos a la vista. Todo allí respiraba armonía y sosiego, como si el posee­dor del espacio­so casal lo hubiera destinado al pensamiento puro, a modo de un insó­lito templo en el que compar­tir el sacramen­to de la sabiduría.

Al fin se escucharon los goznes de una puerta entreabriéndose, seguidos de pisadas que recorrían la entreplanta. Dos hombres corpulentos, armados de grandes sables, aparecieron en la balaustrada. Precedían a escasa distancia a un anciano que desde la tribuna se dirigió a los dos amigos.
           
—Soy Josué bar Rifat. Bienvenidos a mi casa, os aguardaba desde hace años.

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