En esta nueva selección de párrafos, asimismo entresacados de la novela “Viento de furioso empuje” (a la venta en Amazon), se describe el ambiente del comedor de la Posada de la Cuba, cercana a los puertos de Tiro, donde nuestros protagonistas se han alojado a sabiendas de que la ortodoxia del islam la rechazaría por completo.
Capítulo VIII. La cena en la Posada de la cuba
El posadero guió a Abdelaziz y a sus acompañantes hasta el comedor. En el centro de la sala se ubicaban dos grandes mesas alargadas de mampostería, de unas treinta plazas cada una, más sus correspondientes taburetes. Una de las mesas aparecía casi llena de comensales, entre los que figuraba ya la gente de Abdelaziz. Ocho o diez mozos, alguno de ellos con la misma cara de Ulpiano, servían pan, jarrillas de vino, fuentes de morralla de pescado frito, sopa de verduras y guiso de carne.
Los mozos iban emparejados en el reparto de la cena, uno aguantaba la olla humeante y el otro, manejando un gran cucharón, fijaba la ración de sopa que iría a cada escudilla. Lo mismo sucedía con la distribución del guiso, dos mozos deambulaban de aquí para allá sirviendo raciones que extraían de un puchero. Ambos métodos de reparto eran similares, excepto que el cucharón se notaba de menor tamaño en el prorrateo de la carne y, por el contrario, mayores los reproches acerca de que no se sirviera lleno del todo o de que contuviese más nabo que chicha. Las protestas, sin llegar a ser tumultuarias, sí eran frecuentes y parecían formar parte de la misma escena engrescada de cada noche.
El ambiente del comedor se percibía tan animado como sonoro. La clientela, que según llegaba se iba situando en la primera de las grandes mesas, pasaba por diversas etapas en el consumo de la cena. Había quienes ya finalizaban y entre expectoraciones y algún eructo ronco y dilatado, casi siempre soltado a propósito y a modo de despedida mordaz de la nada opípara cena, apuraban el último trago de vino antes de regresar a los barcos o a los cobertizos de los muelles, donde les aguardaban unos jergones de paja en los que a menudo recibían las buenas noches de una plaga de chinches. De ahí que fuese valorada en extremo —al decir de los exagerados comentarios que Yunán oyó a lo largo de la velada—, la profesión de «ahumador» de colchones, un método que debidamente practicado ahuyentaba a los insectos durante casi un mes.
También había quienes en espera de la sopa o el guisote se entretenían conversando con el vecino o el amigo, a veces a cierta distancia y repitiendo frases que el ruido no permitía escuchar a la primera. Algunos contaban historietas cargadas de grosería portuaria que despertaban más de una risotada o más de un reproche acerca de la pesada reiteración del relato.
Los menos, que el destajo de los mozos en el servir indicaba oficio, esperaban su turno dándole pellizcos a un pan amazacotado, de miga grumosa, al que los comensales más audaces le adjuntaban una pulgarada de morralla salada y frita, obsequio de Ulpiano, que invariablemente hacía abjurar apenas rozaba los labios de quien la ingería y que obligaba a un generoso trago que convertía en miel el agrio y atabernado vino de la casa. Se comía, se bebía y se charlaba por los codos. Menos el árabe, idioma muy poco hablado en el salón, Yunán pudo escuchar varias lenguas entre las que no faltaban el latín o el griego, con abundante predominio de la última.
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