Tomados de la novela “Viento de furioso empuje”, ofrezco hoy varios párrafos que describen el ambiente en el zoco de Damasco, donde el protagonista de la obra, Yunán, debe encontrarse con un nuevo amigo, Abdelaziz, que le entregó una misteriosa moneda de oro en la antesala de la audiencia ante el califa y acerca de la cual se ofreció a aclarar su origen.
Capítulo II. Cita con Abdelaziz en el gran zoco de Damasco
Yunán alcanzó la entrada principal del zoco y se detuvo algún tiempo para advertir la presencia de Abdelaziz. Paso a paso, inclinado a no internarse demasiado en el mare mágnum de tenderetes y baratillos, ganó terreno hacia el interior del mercado. Se sentía atraído por la tracamundana de una clientela que se movía en todas las direcciones y acarreaba los objetos más insólitos. Otro tanto podría decirse del sinnúmero de vendedores ávidos de traficar con toda suerte de productos, que pregonaban a voz en grito.
Contagiado al fin de un ambiente donde al vocerío de quienes ofrecían lo más ventajoso, a precio inigualable, se sumaba el regateo no menos estridente de quienes pretendían dejar esos mismos precios en un tercio de lo pedido, Yunán se entregó a la agitación vocinglera* del lugar y se dedicó a examinar las novedades del bien surtido mercado de la capital omeya. No obstante, mantuvo un ojo más allá de su entorno por si veía a Abdelaziz.
Cuando habían transcurrido unas dos horas de su llegada al mercado y Yunán comenzaba a estar harto de saludar conocidos, que se arrimaban a él, sobre todo, para que terciase ante su padre. Cansado en igual medida de ingerir alguna que otra escudilla de alimentos guisados Dios sabe cómo, de presenciar competiciones de alquerque, de hojear libros que invariablemente, así eran pregonados, contenían todo el saber de este mundo, de esquivar azacanes que ofrecían la más fresca de las aguas, de rechazar no sin dificultad a una patulea de vendedores ambulantes de toda especie, entre los que se mezclaban limosneros de oficio y alcahuetes arrimadizos...
Y justo en el instante, ya a las afueras del zoco, en que iniciaba una sarta de reproches hacia sí mismo al no haber concretado más el lugar del encuentro, Abdelaziz apareció a lomos de un magnífico caballo que manejaba con destreza mientras tiraba de las bridas de una segunda montura, también de buena planta, que le ofreció sonriente.
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