Después
de algún tiempo, ayer he vuelto a verlo. Ronda los 55 años mal llevados,
consecuencia tal vez de haber sufrido más derrotas de las que cualquier otro
hombre hubiese podido soportar. Tez sombría, corta estatura, tirando a
regordete, incipiente papada y una mirada penetrante que escruta el alma para
discriminar inmediatamente entre amigos y enemigos, única distinción para él
admisible entre personas. Aunque inteligente, es dogmático y cree que la hora
de la Revolución –así, en mayúsculas– que liberará a los parias de la tierra y
significará el tránsito a la Arcadia feliz pronto sonará; yo creo que esa hora,
si alguna vez existió, ha pasado ya y siempre ha acabado degenerando en lo
mismo. Si hubiese vivido en otra época habría sido, no albergo ninguna duda, un
revolucionario profesional. No uno de pacotilla, no: un revolucionario de
acero, de los de verdad, de los que están dispuestos a morir y a matar por un
mundo –así lo cree sinceramente– mejor y más justo. E, inescrutables son
ciertos caminos, me ha distinguido con su amistad.
Nos
conocimos mediados los ya lejanos noventa. De su mano, tuve acceso a ciertos
círculos ultra izquierdistas en los cuales, producto de su mal orientada
superioridad intelectual, gozaba de gran predicamento. Allí escuché cantar
encendidas loas a papá Lenin, campeón de la progresía radical; allí escuché
alabar hasta el delirio las bondades de Mao, faro luminoso que marcaba el
camino a seguir; allí escuché –entre otros a un político de cierto renombre–
decir que bien estaban los asesinatos de guardias civiles a manos de los
etarras al ser aquéllos miembros de un ejército de ocupación; allí aprendí que
el único motor que mueve a los pseudo revolucionarios de opereta y ponme otra
birra, Pepe, es el odio intransigente e irracional; allí pronto me cansé de
estar al decidir que con escasos veinte años mi cerebro me lo pagaba yo y que
más enriquecedor resultaba perseguir, aún, ¡ay!, con poco éxito, chicas guapas
que sangrientas y trasnochadas utopías revolucionarias.
Curado
un servidor más por azar que por inteligencia del sarampión de incendiarias
ideologías, continuamos el fiero revolucionario y yo manteniendo asiduo
contacto. Llegamos a formar un curioso cuarteto: el montaraz revolucionario, el
traidor a la santa causa, el nacionalsindicalista frustrado que maldecía a
Franco por haber prostituido el legado de un tal José Antonio y el chico triste
y tímido que, sin solución de continuidad, los mismo recitaba históricas
alineaciones del Real Madrid que discursos de Azaña con sus puntos y comas. Por
encima de innegables diferencias y broncas descomunales, éramos amigos y
ciertas vivencias unen con un pegamento tan intangible como, al menos temporalmente,
indisoluble. Recuerdo una noche de excesos etílicos en la cual salvamos al
revolucionario de una muerte tan segura como estúpida al desplomarse
inconsciente en una fuente del centro histórico de una ciudad gallega; en justa
correspondencia, la providencial intervención de mi amigo revolucionario evitó
que a quien esto suscribe le forrasen la cara a hostias unos ex camaradas
siempre prestos a ajustar debidamente las cuentas a despreciables renegados.
“No es esto, no es esto” dijo, añadiendo en supremo elogio: “Además es un buen
tío, ¡qué cojones!”
La
vida y la muerte, que no acostumbran a preguntar sobre particulares
preferencias, diezmaron al curioso cuarteto sin excesivas contemplaciones. El
nacionalsindicalista frustrado se nos fue en silencio y demasiado pronto –como
dicen que se van los mejores – un caluroso día de finales de agosto: aunque
nunca lo reconocerá sé que aquel día el revolucionario lloró. El chico triste
compró un billete sólo de ida a no sé muy bien dónde y nunca más volvió a
recitarnos sus alineaciones y discursos. El revolucionario y yo fuimos
perdiendo lenta e inexorablemente el contacto: las frecuentes llamadas se
fueron espaciando en el tiempo y la relación, que no la amistad, falleció por
consunción.
Nos
encontramos de tanto en tanto y en esas ocasiones –en las que capto como nunca
la sutil diferencia entre hablar para recordar y hablar para crear recuerdos–
caen las cervezas de rigor. Varias rondas después, entre bromas y pullas (“Eres
un vendido al capitalismo”; “Estás más caduco que la momia de tu querido
Lenin”) siempre, con los ojos inyectados en sangre, me dice lo mismo: “El día
que la Revolución triunfe seré yo quien te dé el matarile. Estas cosas es mejor
que las haga un amigo”. Siguiendo un rito en ningún libro escrito la
contestación es inmutable: “No hay huevos, colega”.
Tras
despedirnos acostumbro a meditar sobre el asunto y la conclusión es invariable:
cuando habla del matarile no está mintiendo. Sé que me quiere y me aprecia,
pero también sé que en su lógica ilógica e irracional la amistad y el cariño ni
mucho menos son incompatibles con el tema del matarile, más bien todo lo
contrario: si algo sobra, precisamente, son huevos, colega. Este tío con sus
ojos rojos y su voz pastosa me da miedo y consigue que me duela el alma, pero
al tiempo no puedo dejar de estarle agradecido: gracias a él y al matarile que
algún día espera darme he sido capaz de entender muchas cosas pasadas,
presentes y, supongo, futuras.
Con amigos así para qué quieres enemigos!? No te cruces con él plissss que tal y como están las cosas cualquier día salen a la carga. Bss
ResponderEliminarNo es malo conocer a toda clase de gente y siempre es interesante saber qué razonamientos llevan a ciertas actitudes.
EliminarPor cierto, me alegro de verte por aquí.
Me pregunto si el tal "Revolucionario" no será de los que buscan el consuelo encabezando un grupito de indignados dispuestos a todo pronunciamiento de boquilla, que es hoy a lo más que llega la extrema izquierda. Porque desde la caída del "Muro", ya ni la Revolución es lo que era.
ResponderEliminarHombre, te aseguro que éste es de los bravos de verdad.
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