Ningún nacional-independentista catalán va a reconocerse a sí mismo como el
fruto de una obra 'cultural' propagada a lo largo de varias décadas. En
realidad, se trata de aculturación, puesto que es una minoría social la que impone
a otra lo que debe sentirse. El nacionalismo ha inculcado sus ideas en las
aulas (e incluso en los patios de recreo), buscando modelar así, con notable éxito,
el carácter de los jóvenes. Solamente el ambiente familiar, cuando de padres
responsables se trata, ha logrado atenuar a veces el pensamiento único infundido en un
sistema educativo claramente adoctrinante. De ahí que ciertos nacionalistas,
como Durán i Lleida, hayan puesto el grito en el cielo y llamado al desacato ante la posibilidad de que la nueva Ley de Educación fije con claridad la
parte de contenidos comunes que le corresponde decidir al Estado, y tal vez
cese de este modo el irresponsable desistimiento de la etapa anterior, según la
cual el nacionalismo venía haciendo lo que le daba en gana. ¿Quiere esto decir
que el nacionalismo catalán va a cambiar el programa de las asignaturas que imparta?
En absoluto, no lo hará, lo diga la ley o lo diga el más venerable santo que
baje del Cielo. Simplemente el nacionalismo se pasará por detrás cuanto apruebe
el Parlamento español, como se ha pasado durante años las sentencias de tres
altos tribunales respecto a la inmersión lingüística. Sin que el Gobierno de
España haya dicho ni pío, para vergüenza de todos los ciudadanos.
Admitir algo así, ser uno el fruto de una obra 'cultural', supondría aceptar
que se vive dentro de una comunidad casi 'amaestrada', de perritos que pasan
por los aros y sueltan su guau a cualquier intelectual que les afee la conducta
o les advierta de que practican docilidad perruna. El nacional-separatista, a
la hora de reclamar una libertad de elección que jamás ofrece cuando es él
quien decide, es muy capaz de representarse casi a la perfección el aparatoso escenario
del fascismo o del nazismo con el que acusar a los gobiernos de España, pero lo
que hasta ahora no ha sido capaz de ver, por más cercano que le quede, es en
qué clase de atmósfera asfixiante se desenvuelve su nacionalismo identitario. No,
no reconocerá nunca la condición de cobaya de laboratorio, y para rechazar el
haber sido adoctrinado en lo diferencial alegará como poco un: "¿Adoctrinado
yo, me tomas por tonto?", eso sí, de inmediato recordará el buen criterio
que todo catalán ha poseído desde siempre, que es ese "seny" comodín válido
para casi todo. No lo reconocerá ni siquiera para admitir parcialmente que no
pocos de sus correligionarios, esencialmente los que suelen berrear en las
manifestaciones y quemar banderas en ellas, además de perpetrar fechorías de tipo
"escamot" contra partidos rivales o proferir amenazas en Internet,
han desistido de practicar la libertad de pensamiento y prefieren que se les guíe
hacia lo que consideran "acción" cuando no es más que un sometimiento
borreguil, que es el estado de ánimo ideal de la población y el fin último al
que aspira cualquier poder nacionalista. ¡Cualquiera!
Tampoco son partidarios de aceptar una realidad tan artificiosa los que,
sin llegar a ser separatistas acérrimos, practican una suerte de catalanismo
identitario más disimulado que justifican mediante la creencia de que existe
"algo distinto" entre los suyos y ese "algo" debe
potenciarse y reverenciarse en otros territorios de España y del mundo. Por
ejemplo, Gaudí es venerado por el nacionalismo, pero no solo por ser un arquitecto
genial, sino por situar a Barcelona en el mapa de los japoneses, que luego la
propaganda ya se encargará de indicarles a esos visitantes, mediante el
correspondiente folleto, que Barcelona es la capital de una nación llama
"Catalunya" que nada tiene que ver con España. Pues sí, esa "diferencia"
es un algo infuso que a veces denominan "voluntad de ser" porque ni
ellos mismos saben explicarlo sin recurrir al hecho histórico estrafalario, al consabido "España nos roba" o a lindezas
semejantes. Parece como si definieran la voluntad de ser reafirmando su postura
"en contra de", nunca "a favor de" o "junto a"...
¿Voluntad de ser qué?, se pregunta uno. ¿Más rico, más sabio, más libre, más
hermoso..., o todo ello al mismo tiempo? Como si esa voluntad o sentimiento no
formara parte de toda la especie humana desde el inicio de los tiempos.
Flaco favor se hicieron a sí mismos los catalanes de la época cuando algunos
de ellos decidieron tomarse en serio el Romanticismo de finales del XIX, una
corriente socio-cultural cuyo nombre incluso suena muy bien a condición de que
no vaya acompaña de la palabra 'política'. Porque el romanticismo político
confiere prioridad absoluta a los sentimientos (y mucho más si son inculcados),
evade muy a menudo la realidad de su entorno (prefiere crear sus propias esencias)
y a la postre genera una suerte de totalitarismo en la clase gobernante cuyas
ideas no dudan en usar como herramientas para alcanzar la utopía previamente
definida por el romanticismo, donde las raíces sentimentales se buscan en un
pasado, sea cierto o no, del que rescatan héroes y heroicidades a los que
venerar y convertir en portadores de unos estandartes que las masas deberán
seguir ciegamente. En cualquier caso, nunca debería de olvidarse que tanto el
fascismo como el nazismo fueron hijos degenerados y tardíos del romanticismo
político.
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