Fijadas por él mismo,
como ya hemos visto, en fecha tan tardía como 1993 las posiciones ideológicas
de Santiago Carrillo seguían a años luz de la más mínima convicción
democrática. Abordemos ahora de la mano del ex dirigente del PCE el tema de su supuesto
y alabado pacifismo durante la Transición al que tanto, según sus rendidos
admiradores, hemos de agradecerle: curioso argumento en cualquier caso el de
que haya que agradecer a alguien que no emplee la violencia, aunque no haya
sido por falta de ganas, y que es muy ilustrativo sobre la catadura moral de
quien lo esgrime.
Las acciones
terroristas de la banda ETA fueron recibidas con enorme simpatía por buena
parte de la oposición anti franquista, circunstancia ésta que ha influido, sin
duda, en la notable perduración de ETA. No fue Carrillo ajeno a esta
generalizada admiración por los terroristas y en 1965, en “Después de Franco,
¿qué?” pontificaba Carrillo sobre “Grupos
progresistas como el FLP o la ETA, que han agrupado en sus filas militantes
valiosos”. Vemos, por tanto, que para el pacífico comunista el progreso y el valor se hermanaban con los que
empuñaban las pistolas. En 1971, ahondaba en “Libertad y socialismo” en la identificación
de los terroristas como heraldos de la libertad: “Es la Euzkadi obrera y la nacional que por la voz del Partido Comunista
Vasco y de los jóvenes de ETA grita su odio a la opresión social y nacional”. Con
rotunda franqueza, y en plena coherencia con su recorrido ideológico, se
posicionaba Carrillo a favor del terrorismo.
De la misma franqueza
hizo gala Carrillo en 1972 el VII Congreso del PCE, en el que no descartó el
recurso a la violencia: “Cualquier
cambio revolucionario, por incierto que sea, exige la anulación del orden
anterior y esto no es posible sin una mediación de coerción y de fuerza”. A
nadie debe sorprender la querencia de Carrillo por la violencia, pues las
totalitarias ideas por él profesadas sólo han triunfado por la fuerza de las
armas. Y, como reconoció en 1974, esas ideas totalitarias eran las que quería
imponer al resto de españoles: “La toma
del poder tiene que ser democrática […] En el transcurso de este proceso
llegará un momento en que la democracia formal será sobrepasada por la
necesidad de profundizar la democracia en el sentido del socialismo”. Podría
haber dicho más alto pero no más claro cuáles eran sus intenciones. Y éstas
sólo podrían devenir en dramática realidad con el uso de la violencia.
Afortunadamente, las ideas de Carrillo y su gusto por los métodos violentos
fueron rechazados por la mayoría de los españoles, posibilitando así la
convivencia pacífica y democrática.
Como el propio Carrillo
nos ha explicado, su sustrato ideológico se ha mantenido incólume a lo largo de
las décadas. Quien quiera defender al fallecido jefe comunista en su derecho
está; quien lo haga en nombre de la libertad no, al estar faltando gravemente a
la verdad. Libertad, democracia y justicia son conceptos absolutamente
incompatibles con el personaje que, en vergonzosa y vil perversión de la
realidad, glosó así en 1967 las bondades
de la más opresora de las dictaduras que haya conocido el ser humano: “La característica de la dictadura del
proletariado no es, pues, ni la restricción de las libertades políticos para
los adversarios de clase, ni la violencia contra las personas integrantes de
esas clases”.
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