En esta tercera
y última entrega de Pío Moa sobre Niceto Alcalá-Zamora, aun cuando la
brillantez del historiador a la hora de seleccionar los párrafos coexiste con la
pedantería del político, queda claro que nos encontramos ante un personaje excepcional, el cual no llegó a más en su carrera pública porque nada
más había por conquistar. Simplemente, don Niceto fue el número uno de cuanto
se propuso.
Niceto
Alcalá-Zamora 3 de 3
«Terminé el
bachillerato con esa monótona brillantez de buen estudiante que acaba por
parecer mate a fuerza de la uniformidad sin desniveles entre las distintas
asignaturas», de las cuales prefería «el latín, el álgebra y la botánica». Le
gustaba leer la Biblia en latín. A la hora de elegir carrera prefirió las
matemáticas y las ciencias naturales, pero entonces su hermano mayor cayó
enfermo, absorbiendo su cuidado los medios que hubieran permitido a Niceto
estudiar fuera. El hermano, sin duda muy diferente a él, «había seguido fuera
de casa y del pueblo aun sus primeras letras; y en la holgura que ello le
permitiera había comprometido entre desordenada existencia su salud». Quizá se
pareciera a aquel tumultuoso hermano de Lerroux, pero en todo caso no despertó la
menor admiración en Niceto, que en la ocasión ni lo cita por su nombre. Así,
hubo de estudiar Derecho, lo que podía hacer sin asistir a la universidad. «Fui
sin vocación abogado y no he podido quejarme de la profesión que me impuso el
destino, y que la fortuna no habría igualado en ninguna otra».
A finales de
siglo, con 20 años, fue a hacer su doctorado a un Madrid «con esplendores de
ensanche urbano y con signos de decadencia nacional. Aún con mezcla de clases
sin odio, que se apretaban en los tranvías de encuarte [tirado por caballos],
donde la mano del cobrador, al alargar los billetes, rozaba tantas chisteras
como gorras. Un Madrid noctámbulo, que empezaba las horas de oficina con luz
artificial; castizo y elegante que cubría con la capa el frac sin deformarlo;
alegre y confiado como la ciudad de que hablaría Benavente». En la capital, su
padre le presentó a personajes que pudieran protegerle, y que revelan la
calidad de las relaciones conservadas por su familia: Moret, ex ministro y
futuro jefe de gobierno, que también tendría que ver con Lerroux; Sánchez-Juárez,
auditor del tribunal eclesiástico de la Rota y futuro obispo de Almería; y la
condesa de Mirasol, palatina y aya de la infanta María Teresa. La condesa tenía
una tertulia en el palacio real, que Niceto frecuentó, oyendo de la señora
juicios «rectos y certeros». Entre ellos se le grabó uno: «antes de venir aquí,
a palacio -me dijo un día-, creía que las grandes pasiones dueñas del mundo
eran otras: el amor, la gloria, la piedad… quizás el odio mismo; no, no; es la
envidia».
Como doctorando,
Alcalá-Zamora siguió cosechando laureles. El ilustre jurista Gumersindo de
Azcárate reinaba en el claustro, y con él entabló amistad. «Mi admiración hacia
Azcárate estuvo siempre mezclada a una inmensa gratitud. Permitió jubiloso, y
por excepción rara, que en su clase me aplaudiesen con entusiasmo los
compañeros; y escribió con tal motivo a mi padre una carta que éste conservaba
como en vitrina». Con 21 años ganó el premio extraordinario de doctorado,
entonces único en cada facultad, y pocos meses después, al cumplir los 22,
sacaba con el número uno la oposición al Consejo de Estado, que le abría
amplias puertas a una carrera profesional y política.
Así se retrata
Alcalá-Zamora, orgulloso de sus éxitos y de su rectitud de carácter.
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