lunes, 26 de agosto de 2019

La Segunda República Española (14) (13 de 17)


En esta nueva entrega de Pío Moa vemos a un Manuel Azaña cargado de acerbo hacia todo bicho viviente. Es decir, cruel, riguroso y desapacible en sus juicios hacia cualquier ser humano que tenga a su alcance. Moa lo describe así: Por lo mismo que dice avergonzarle su éxito escolar, es nula su gratitud a los frailes que le enseñaron, con quienes se ensaña en caricaturas de buena factura literaria: «Encaramado en la tribuna, un fraile joven, quebrado de color, escuálido, de boca rasgada y dientes desiguales, nariz aguileña y ojos saltones entreverados de sangre, daba suelta a su alocución caudalosa. De voz insegura, tan pronto ronquilla y velada como chillona y metálica, entre gallos y rociadas de saliva, con el tropel de palabras que le salía de la boca se trompicaba»…


Manuel Azaña 2 de 4
El «desparpajo» y el exterior «alegre» del adolescente ocultaban un tormento interior: «Y entonces empieza el amarse a sí mismo con monstruoso amor, macerado en la soledad, y el zambullirse, culpable la conciencia, en el deleite de los ensueños. Porque toda la maleza que en tal sazón vamos viendo crecer y tupirse es sin duda el desorden, es el mal, es lo prohibido, lo vergonzoso y recóndito de que no se debe hablar. O acaso los demás no están dañados y uno es el caso insólito: un monstruo. ¡Qué fardo ha creído uno llevar o más bien ha llevado realmente sobre sí en la que llaman edad dichosa!». «Los maestros preguntan de historia, de física, de agronomía…; pero de ese laberinto en que el mozo se aventura a tientas, con pavor y codicia del misterio, nunca».

¿A qué se refiere? En parte, claro, a la sexualidad, tan obsesionante a esas edades y cuyas manifestaciones groseras le repugnaban: «Propensos a echárnoslas de hombres avezados, no había más cabal signo de hombría que el aventajarse en experiencia sexual. El erotismo exacerbado por el encierro atenazaba la imaginación, apartándola de todo otro cebo, y el colegio brincaba animalmente, azuzado por la brama. La insurrección de la carne alumbraba siempre aquel vivir, incluso cuando se triunfaba de ella; la conciencia religiosa se iba formando en esa lucha; lo que nos atosigaba no eran dudas teologales; y ciertas formas de religiosidad exaltada y duras penitencias y mortificaciones de que hubo noticia no estaban en lo hondo limpias de fermentos de lujuria». Menciona a «un madrileñito de sangre azul que llegó de Inglaterra, donde se había educado, sin saber articular dos palabras en castellano y cándido como una paloma. Tenía dieciocho años. En muy pocos días aprendió a emborracharse y a blasfemar como el más terne y a jactarse de la suciedad de sus nuevas costumbres».

Por lo mismo que dice avergonzarle su éxito escolar, es nula su gratitud a los frailes que le enseñaron, con quienes se ensaña en caricaturas de buena factura literaria: «Encaramado en la tribuna, un fraile joven, quebrado de color, escuálido, de boca rasgada y dientes desiguales, nariz aguileña y ojos saltones entreverados de sangre, daba suelta a su alocución caudalosa. De voz insegura, tan pronto ronquilla y velada como chillona y metálica, entre gallos y rociadas de saliva, con el tropel de palabras que le salía de la boca se trompicaba. Era el padre Blanco, uno de los brotes más lozanos que ha dado en nuestra época el añoso tronco agustino (…) Teníanle los suyos por crítico literario de primer orden (…) Dentro y fuera de las clases era el padre Blanco parlanchín y burlón (…) Andaba casi a brincos, cada ademán, una sacudida. Empezaba a toser; ardía en sus pupilas la calentura (…) Su Historia, que nunca nos dieron a leer, no vale tanto como pensaban». Era una historia de la literatura española del siglo XIX, muy estimable en opinión de Juan Valera. O bien, «Cúpole iniciarnos en el tomismo a un padre montañés de poca talla, locuaz en demasía, un tantico suspicaz y marrullero (…) Era mejor jinete que metafísico (…) Comentarios sobre los méritos y gracia de la yegua entreveraban (no siempre ha de estar el arco tenso, recomienda Esopo) la clase de metafísica. Servía de comodín a la hermenéutica».

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