En esta nueva
entrega de Pío Moa vemos a un Manuel Azaña cargado de acerbo hacia todo bicho
viviente. Es decir, cruel, riguroso y desapacible en sus juicios hacia
cualquier ser humano que tenga a su alcance. Moa lo describe así: Por lo mismo
que dice avergonzarle su éxito escolar, es nula su gratitud a los frailes que
le enseñaron, con quienes se ensaña en caricaturas de buena factura literaria:
«Encaramado en la tribuna, un fraile joven, quebrado de color, escuálido, de
boca rasgada y dientes desiguales, nariz aguileña y ojos saltones entreverados
de sangre, daba suelta a su alocución caudalosa. De voz insegura, tan pronto
ronquilla y velada como chillona y metálica, entre gallos y rociadas de saliva,
con el tropel de palabras que le salía de la boca se trompicaba»…
Manuel
Azaña 2 de 4
El «desparpajo»
y el exterior «alegre» del adolescente ocultaban un tormento interior: «Y
entonces empieza el amarse a sí mismo con monstruoso amor, macerado en la
soledad, y el zambullirse, culpable la conciencia, en el deleite de los
ensueños. Porque toda la maleza que en tal sazón vamos viendo crecer y tupirse
es sin duda el desorden, es el mal, es lo prohibido, lo vergonzoso y recóndito
de que no se debe hablar. O acaso los demás no están dañados y uno es el caso
insólito: un monstruo. ¡Qué fardo ha creído uno llevar o más bien ha llevado
realmente sobre sí en la que llaman edad dichosa!». «Los maestros preguntan de
historia, de física, de agronomía…; pero de ese laberinto en que el mozo se
aventura a tientas, con pavor y codicia del misterio, nunca».
¿A qué se
refiere? En parte, claro, a la sexualidad, tan obsesionante a esas edades y
cuyas manifestaciones groseras le repugnaban: «Propensos a echárnoslas de
hombres avezados, no había más cabal signo de hombría que el aventajarse en
experiencia sexual. El erotismo exacerbado por el encierro atenazaba la
imaginación, apartándola de todo otro cebo, y el colegio brincaba animalmente,
azuzado por la brama. La insurrección de la carne alumbraba siempre aquel
vivir, incluso cuando se triunfaba de ella; la conciencia religiosa se iba
formando en esa lucha; lo que nos atosigaba no eran dudas teologales; y ciertas
formas de religiosidad exaltada y duras penitencias y mortificaciones de que
hubo noticia no estaban en lo hondo limpias de fermentos de lujuria». Menciona
a «un madrileñito de sangre azul que llegó de Inglaterra, donde se había
educado, sin saber articular dos palabras en castellano y cándido como una
paloma. Tenía dieciocho años. En muy pocos días aprendió a emborracharse y a
blasfemar como el más terne y a jactarse de la suciedad de sus nuevas
costumbres».
Por lo mismo que
dice avergonzarle su éxito escolar, es nula su gratitud a los frailes que le
enseñaron, con quienes se ensaña en caricaturas de buena factura literaria:
«Encaramado en la tribuna, un fraile joven, quebrado de color, escuálido, de
boca rasgada y dientes desiguales, nariz aguileña y ojos saltones entreverados
de sangre, daba suelta a su alocución caudalosa. De voz insegura, tan pronto
ronquilla y velada como chillona y metálica, entre gallos y rociadas de saliva,
con el tropel de palabras que le salía de la boca se trompicaba. Era el padre
Blanco, uno de los brotes más lozanos que ha dado en nuestra época el añoso
tronco agustino (…) Teníanle los suyos por crítico literario de primer orden
(…) Dentro y fuera de las clases era el padre Blanco parlanchín y burlón (…)
Andaba casi a brincos, cada ademán, una sacudida. Empezaba a toser; ardía en
sus pupilas la calentura (…) Su Historia, que nunca nos dieron a leer, no vale
tanto como pensaban». Era una historia de la literatura española del siglo XIX,
muy estimable en opinión de Juan Valera. O bien, «Cúpole iniciarnos en el
tomismo a un padre montañés de poca talla, locuaz en demasía, un tantico
suspicaz y marrullero (…) Era mejor jinete que metafísico (…) Comentarios sobre
los méritos y gracia de la yegua entreveraban (no siempre ha de estar el arco
tenso, recomienda Esopo) la clase de metafísica. Servía de comodín a la
hermenéutica».
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