miércoles, 28 de agosto de 2019

La Segunda República Española (14) (14 de 17)


Pío Moa nos ofrece hoy el horror que experimenta Manuel Azaña ante el ceremonial de la religión católica, de la que abomina por considerarla un “fervor pavoroso que induce a la repulsión”. En efecto, el anticlericalismo de Azaña marcó casi toda su trayectoria política, una trayectoria que jamás fue a favor de nada ni de nadie…, sino en contra de todo lo que odiaba, es decir, de todas las personas que conoció o que creyó conocer.


Manuel Azaña 3 de 4
Al parecer, Lerroux perdió sin trauma la fe católica, mientras que Alcalá-Zamora permaneció siempre fiel a ella. En cambio, el abandono de la fe resultó para Azaña una vivencia dramática. Su espíritu le imponía la «niñería de la pureza absoluta, del rigor intransigente que pedía mi lógica destructora (…) De ese pensamiento vino mi repugnancia por la medianía y el susto de un fraile oyéndome decir con heroísmo desesperado que prefería condenarme desde ahora a ir todos los meses, por reglamento, a confesar los mismos pecados». Rigor tal llegó a mitigarse: «Entre el infierno del réprobo y la vocación del mártir admití la realidad humana de vivir a trancos, como se puede, cayendo aquí para levantarse allá; en fin, en un alma de niño despótico, inexorable, se insinuaba la misericordia». Para concluir en abierta rebeldía, invocando la razón: «religión y paisaje se me tornaron hostiles (…) El antiguo fervor pavoroso me indujo a repulsión. Apenas el orgullo descubrió que obedecía, se negó a obedecer más. La exasperante evidencia de mi razón contra todos quebró la base de la disciplina, antepuso la absurdidad del colegio, su orden inhumano (…) Me juré soltar aquellos lazos».

En su novela, la ruptura se consuma al morir un condiscípulo: «Se proveyó al trasiego de un ánima de este mundo al otro. En la galería baja hallé una procesión fúnebre (…) El fraile, entornados los párpados, iniciaba la jaculatoria: ¡Christus…! Seguíase un grueso mosconeo de rezo múltiple, adelgazado poco a poco hasta una sola voz que profería distintamente las últimas sílabas (…) … in vitam aeternam amen, se oyó decir clara y blandamente en la celda. Sintiendo correr la sangre por mis venas, todo yo fosco y reacio a la pompa circunstante, percibí horrorizado que mi aversión, al espesarse, apenas daba curso a un hilito de lástima hacia el moribundo (…) Anochecido, el fraile que iba llamándonos a confesar se quedó boquiabierto en el umbral de la redacción. El humo le hizo guiñar los ojos y toser. ‘¿No habéis oído la campana?’. Voces discordantes le respondieron con un estribillo de zarzuela (…). Miró las botellas, el estrago en los muebles. ‘¡Están todos borrachos! (…) ¿No les da vergüenza? Mañana se ofrece una comunión por que se salve su compañero. Anden a confesar (…) Ve a la capilla’, me dijo amistosamente. ‘No me confieso’. ‘¿Qué te ocurre?’. ‘¡Que no me confieso!’. El tono colérico de mi repulsa quería ser insultante. Retraído en la celda, levanté cuanto pude el temple de mi rencor…».

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