Tercera entrega
del relato biográfico de Alejandro Lerroux, de quien podría decirse que fue uno
de los pocos liberales con que contó la II República. No obstante, en estos
primeros párrafos de su excelente libro “los personajes de la República vistos
por ellos mismos”, Pío Moa alude esencialmente a la etapa infantil y juvenil de
Lerroux, cuando la familia, las amistades y el ámbito en que te desenvuelves
imprimen un carácter que a buen seguro el gran político cordobés aplicará a sus
decisiones públicas más importantes.
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Cádiz será el
escenario de sus crisis de adolescencia. Allí fue a los catorce años y estudió
en el Instituto, rodeado «de todo lo que puede sugestionar y seducir más
groseramente a los muchachos, desde las pastelerías en que se sacia la no
halagada golosina de los estudiantes pobres, hasta la prostitución barata,
pasando por los cafés, tabernas y billares. Mezclados los más modestos con los
más pudientes, aquéllos se sienten humillados si no alternan (…) en el pago con
los que siempre llevan lleno el portamonedas». De seguro conoció esas
humillaciones. «Pasaba el tiempo sin que decayera mi prestigio de buen
estudiante», ironiza, lo que no le impidió, con su natural desenvoltura, dar
clases en una escuela de adultos. «El primer sueldo lo gané enseñando, yo, que
no sabía nada de nada». En cambio, destacó escribiendo en una revista
quincenal, La edad moderna, editada por un grupo de alumnos. «Enamoradizo desde
muy mozo», se aficionó a hacer versos, románticos y convencionales. Era un
muchacho físicamente robusto, «un buen remero (y) excelente nadador», y su
afición al mar le arrastró a alguna aventura en que estuvo a punto de
perecer.
Llegó la hora de
labrarse un porvenir. La madre quería que fuese médico, y el padre, abogado;
ninguno militar. «Pero mi temperamento, mi carácter, se habían formado en
disciplina de milicia». «A los diez (años) conocía el ejercicio, el manejo del
fusil Remington, la táctica de compañía y batallón y había oído ya, en función
de guerra, el período republicano del 73 en Sevilla, fuego de cañón y de
fusilería». Con dieciséis años, huyó de casa para alistarse. Su padre, de
acuerdo con otro oficial, hizo que le encomendasen las tareas más ingratas,
hasta que, derrotado, hubo de volver a la familia. Siguieron meses de apatía y
resistencia pasiva, «me pasaba las horas sentado en una mecedora leyendo
folletines, novelas y papeluchos». Aguantó quince días como aprendiz de cajista
de imprenta. Finalmente pudo entrar como voluntario en el ejército, con
intención de hacer carrera ingresando en la Academia militar de Toledo.
Encauzada su
vida, «a los diecisiete años y en aquel ambiente, sin novia, parecía uno algo
descabalado». La chica, llamada Dolores del Pino, le llevaba dos años e
impartía clases de piano. Lerroux la rememora con ternura, pero no llegaron a
casarse: «mi porvenir no se aclaraba. Se multiplicaban mis vicisitudes y mis
aventuras. No salía de pobre». Y en ésas conoció a otra mujer, Teresa López:
«mi esposa, mi compañera y mi escudo, el escudo de mi honor», cuya vida «ha
sido, como la de todas las mujeres buenas y leales que unen su destino a un
hombre consagrado a la vida pública: un callado martirologio». No obstante,
apenas habla de ella, por un tradicional pudor y respeto.
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