domingo, 11 de agosto de 2019

La Segunda República Española (14) (5 de 17)


Tercera entrega del relato biográfico de Alejandro Lerroux, de quien podría decirse que fue uno de los pocos liberales con que contó la II República. No obstante, en estos primeros párrafos de su excelente libro “los personajes de la República vistos por ellos mismos”, Pío Moa alude esencialmente a la etapa infantil y juvenil de Lerroux, cuando la familia, las amistades y el ámbito en que te desenvuelves imprimen un carácter que a buen seguro el gran político cordobés aplicará a sus decisiones públicas más importantes.


Alejandro Lerroux 3 de 6
Cádiz será el escenario de sus crisis de adolescencia. Allí fue a los catorce años y estudió en el Instituto, rodeado «de todo lo que puede sugestionar y seducir más groseramente a los muchachos, desde las pastelerías en que se sacia la no halagada golosina de los estudiantes pobres, hasta la prostitución barata, pasando por los cafés, tabernas y billares. Mezclados los más modestos con los más pudientes, aquéllos se sienten humillados si no alternan (…) en el pago con los que siempre llevan lleno el portamonedas». De seguro conoció esas humillaciones. «Pasaba el tiempo sin que decayera mi prestigio de buen estudiante», ironiza, lo que no le impidió, con su natural desenvoltura, dar clases en una escuela de adultos. «El primer sueldo lo gané enseñando, yo, que no sabía nada de nada». En cambio, destacó escribiendo en una revista quincenal, La edad moderna, editada por un grupo de alumnos. «Enamoradizo desde muy mozo», se aficionó a hacer versos, románticos y convencionales. Era un muchacho físicamente robusto, «un buen remero (y) excelente nadador», y su afición al mar le arrastró a alguna aventura en que estuvo a punto de perecer.

Llegó la hora de labrarse un porvenir. La madre quería que fuese médico, y el padre, abogado; ninguno militar. «Pero mi temperamento, mi carácter, se habían formado en disciplina de milicia». «A los diez (años) conocía el ejercicio, el manejo del fusil Remington, la táctica de compañía y batallón y había oído ya, en función de guerra, el período republicano del 73 en Sevilla, fuego de cañón y de fusilería». Con dieciséis años, huyó de casa para alistarse. Su padre, de acuerdo con otro oficial, hizo que le encomendasen las tareas más ingratas, hasta que, derrotado, hubo de volver a la familia. Siguieron meses de apatía y resistencia pasiva, «me pasaba las horas sentado en una mecedora leyendo folletines, novelas y papeluchos». Aguantó quince días como aprendiz de cajista de imprenta. Finalmente pudo entrar como voluntario en el ejército, con intención de hacer carrera ingresando en la Academia militar de Toledo.

Encauzada su vida, «a los diecisiete años y en aquel ambiente, sin novia, parecía uno algo descabalado». La chica, llamada Dolores del Pino, le llevaba dos años e impartía clases de piano. Lerroux la rememora con ternura, pero no llegaron a casarse: «mi porvenir no se aclaraba. Se multiplicaban mis vicisitudes y mis aventuras. No salía de pobre». Y en ésas conoció a otra mujer, Teresa López: «mi esposa, mi compañera y mi escudo, el escudo de mi honor», cuya vida «ha sido, como la de todas las mujeres buenas y leales que unen su destino a un hombre consagrado a la vida pública: un callado martirologio». No obstante, apenas habla de ella, por un tradicional pudor y respeto.

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