miércoles, 7 de agosto de 2019

La Segunda República Española (14) (1 de 17)


En esta serie de la Segunda República Española no podía faltar Pío Moa, a mi juicio uno de los mejores historiadores de esa época aun cuando algunos de sus colegas de la órbita izquierdista le nieguen el pan y la sal. Suelen soltar pestes de Moa incluso sin haberlo leído, como llegó a confesar uno de esos elementos cuyo nombre no recuerdo ni ganas de hacerlo, pero no advierten que de ese modo, vociferando frases y frases en contra de Moa, a lo más que llegan ellos mismos es a echarse tierra encima, porque da la casualidad de que mucho de lo que argumenta don Pío está basado en documentos del PSOE, o sea, ese socialismo que tanto defienden y del que tanto reciben.

Esta selección de Moa, que corresponde a su libro “los personajes de la República vistos por ellos mismos”, publicado en el año 2000, me parece tan indispensable que no he podido evitar alargarla un poco más de lo normal en cuanto al número de entradas, hasta 17. Que ustedes lo disfruten bien.  


Años de formación 1 de 2
Una «soñolienta tarde de agosto madrileño», del año 1930, «a hora desusada», quizá a la de la siesta, se reunían clandestinamente en el Ateneo de Madrid varios personajes dispuestos a echar por tierra la monarquía española y sustituirla por una república. Objetivo en verdad ambicioso: aunque no fuera por otra cosa, derrocar un régimen implantado de siglos atrás abría la puerta a una época nueva en la historia de España, constituía una revolución.

Asistieron al encuentro y lo mencionan en sus escritos Alejandro Lerroux, principal cabeza del republicanismo histórico, y Niceto Alcalá-Zamora, abogado y político de historial monárquico, cuyo republicanismo databa de sólo cuatro meses atrás. Don Niceto recuerda a otro participante, dos meses más veterano que él en republicanismo, pues lo era desde febrero: Miguel Maura, hijo de Antonio, el ilustre gobernante de principios de siglo. Lerroux cita en sus Memorias a dos más: Marcelino Domingo, inveterado conspirador antimonárquico y promotor de la intentona revolucionaria de agosto de 1917; y al líder socialista Indalecio Prieto, el cual habría asistido a título personal, pues su partido no colaboraba con los republicanos. Debió de participar también Manuel Azaña, presidente del Ateneo, y, por tanto, anfitrión de los reunidos, y cuyo republicanismo, poco activo, tenía siete años de antigüedad.

El lugar de la cita era un prestigioso centro cultural, sito en el corazón de un barrio de pequeñas calles y callejas llenas de sabor popular y literario. En un radio de doscientos metros se hallaban la casa de Lope de Vega y los lugares de las de Cervantes o Quevedo, el edificio de las Cortes o el museo del Prado; barrio tradicional de teatros, de tabernas, pequeños negocios y prostíbulos. El Ateneo siempre había sufrido cierta tensión entre la actividad intelectual y la política. En otros tiempos Azaña había defendido la primera contra la segunda, pero en 1930 había convertido a la institución en base de acción antimonárquica, donde bullían los complots más o menos descabellados, se organizaban charlas y editaban revistas subversivas. Era lugar seguro para los conspiradores, «centro vedado a toda intervención del gobierno por consideraciones de orden político», dirá el general Mola, entonces jefe de los órganos policiales y él mismo poco afecto al rey. La elección del local para el cónclave revolucionario reflejaba el momento político. Siete meses antes, en enero, había caído la dictadura de Primo de Rivera, y el gobierno monárquico resultante trataba de restaurar la normalidad constitucional, y por ello de congraciarse con las oposiciones, a las que permitía incluso actividades abiertamente rebeldes. La reunión de aquel día de agosto pasó inadvertida al escaso celo de la policía.

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