Pío Moa, un
autor que se caracteriza por el uso de fuentes al alcance de cualquiera que no
sea un sectario o un indolente, acude en esta ocasión (como en casi todos los libros en que se basan sus trabajos) a los escritos personales del propio
Alejandro Lerroux, quien describe su etapa en la Academia Militar de Toledo y otras circunstancias de su vida relacionadas con la milicia.
Alejandro
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Por entonces
debió de fallecer su madre. Él, ya descreído, asistió a su agonía. «No recé.
(…) Mi padre, acendrado creyente, se estremeció: «Hijo —me advirtió con tono
solemne de reconvención y voz empapada en lágrimas—, en este momento tu madre
está en presencia de Dios». ¿Y para qué necesitaba Dios la presencia de aquella
madre que tenía tantos hijos y hacía tanta falta en su casa? (…) Verdaderamente
la justicia y la sabiduría del Señor son incomprensibles, inexplicables». El
hogar prácticamente se deshizo. «Una vez muerta mi madre, me dediqué a llenar
el vacío de mi alma a fuerza de lectura» que escogía «al azar, de capricho, en
las bibliotecas, que no solían estar muy pobladas».
Pudo luego ir a
la Academia militar de Toledo, mal preparado «entre lo poco que estudiábamos,
lo menos que aprendíamos y lo casi nada que nos enseñaban». Cortos de fondos,
él y unos amigos resolvieron marchar a pie desde Sevilla, unos 600 kilómetros:
«Como era una locura, estuvimos de acuerdo por unanimidad». Empezaron bien. «En
los pueblos se nos agasajaba y nos daban participación, donde las había, en sus
fiestas y bullangas. Las muchachas nos hacían lado al advertirnos tan finos y
bien educados y los mocitos torcían el gesto». Cruzaron la sierra: «el tomillo,
el romero, la jara en flor, la adelfa, el cantueso, tapizan aquellos montes y
embalsaman aquel ambiente desde Guarromán hasta Almuradiel, pasando por La
Carolina y las Navas de Tolosa.
En Santa Elena
bebimos el agua más fresca y en La Carolina vimos las muchachas más bellas que
encontramos en todo el camino». No tan amena la meseta: «Nadie sabe lo que
pesan quince o veinte kilos sino cuando los ha transportado a las espaldas,
bajo los rayos de un sol de julio y sobre el polvo de una carretera que reseca
las fauces y tapiza las fosas nasales y ciega los ojos». En Toledo se hospedó
en la Posada de la Sangre. El dueño, «para consolarme de otras deficiencias»,
decía que «el camaranchón que nos destinó por alcoba era el propio aposento
donde Cervantes escribió La ilustre fregona». Aprobó con baja puntuación el
examen de ingreso a la Academia y de momento quedó sin plaza y hubo de volver a
Sevilla.
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