viernes, 30 de agosto de 2019

La Segunda República Española (14) (15 de 17)


Pío Moa concluye el relato sobre Manuel Azaña, en el que destaca una serie de frases que el propio Azaña escribió y en las que viene a reconocer que posee una soberbia inmensa. Entre otras, puede leerse esta frase de lo más descriptiva: «Desde el nacer, me acompaña un personaje, que no debe de ser un ángel, rezongando de continuo, descontento de mí como si yo pudiese darle mejor vida, sin acabar de decirme quién es ni qué pretende (…) Matarlo sería un placer y no puedo. (…) Es un monstruo. Sólo se me alcanza a ponerlo en ridículo».


Manuel Azaña 4 de 4
Al final del libro, un Azaña cuarentón vuelve por el lugar y, en confidencias con un antiguo profesor, le cuenta cómo persiste su «ánimo de inquisidor o sectario contra las potencias rebeldes al despotismo de la mente: salvo que a nadie persigo, fuera de mí, aplicándome a sembrar de sal la tierra fértil». «La soberbia te ciega más que nunca —replica el fraile— (…) El combate con el ángel te salvaría». Y Azaña: «Desde el nacer, me acompaña un personaje, que no debe de ser un ángel, rezongando de continuo, descontento de mí como si yo pudiese darle mejor vida, sin acabar de decirme quién es ni qué pretende (…) Matarlo sería un placer y no puedo. (…) Es un monstruo. Sólo se me alcanza a ponerlo en ridículo». «Dios haga que escuches al monstruo y seas un día nuestro hijo pródigo», concluye en la novela su interlocutor.

Un año después de la reunión del Ateneo, en un discurso que lo catapultaría a su mayor gloria, declaraba el alcalaíno: «La experiencia cristiana, señores diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena y que no lo lea; pero Renan lo ha dicho: ‘Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él’». Y afirmó que España había dejado de ser católica y propugnó la disolución de la orden jesuita. El problema religioso sería crucial en la república que pensaban imponer aquella «tarde soñolienta» de agosto de 1930.

El tránsito de la adolescencia a la juventud fue en Manuel Azaña una ruptura grandiosa, de gran violencia emocional: «Leí en el horizonte —neblinas de rosa, borrones de humo negro, chispazos de caserío— señales de Madrid. Allá era el comienzo de la vida. Barruntaba el mayor hechizo. En tal punto las promesas juveniles alardearon, tan fastuosas y bellas que excedían al ensueño (…) Todo sería descubrimiento y creación. Me adelanté a vivir en un relámpago fugaz, profundo, la juventud cabal (…) ¡Oh fascinante apocalipsis! ¡Oh posesión anticipada! ¡Qué insolente clarinazo pregona el reto de la mocedad al borrascoso futuro! Mocedad injuriosa para el prójimo, cómo venciste a la simpatía, y ardiendo —a tu entender— en heroísmo maltrataste a la justicia. Triunfé de la compasión, de la piedad. ¿Qué valdría el dolor, no sintiéndolo yo, o un acabamiento, si yo empezaba? Allá los que hubieran marrado el blanco de la vida, los que el tiempo troncharía delante de mí, abriéndome plaza, cuantos reciben el sol de espaldas: la madurez entrecana, la senectud aprensiva de la muerte, buscasen en su importante gravedad consuelo de no ser jóvenes. Merecían sólo desprecio. Ni siquiera les fue dado columbrar la tierra de promisión: llegando en la plenitud de los tiempos, me tocaba dominarla. ¿Alguien arrostraría mi fuerza, poniéndose a caer del balcón al mar?».

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