Pío Moa concluye
el relato sobre Manuel Azaña, en el que destaca una serie de frases que el
propio Azaña escribió y en las que viene a reconocer que posee una soberbia inmensa.
Entre otras, puede leerse esta frase de lo más descriptiva: «Desde el nacer, me
acompaña un personaje, que no debe de ser un ángel, rezongando de continuo,
descontento de mí como si yo pudiese darle mejor vida, sin acabar de decirme
quién es ni qué pretende (…) Matarlo sería un placer y no puedo. (…) Es un
monstruo. Sólo se me alcanza a ponerlo en ridículo».
Manuel
Azaña 4 de 4
Al final del
libro, un Azaña cuarentón vuelve por el lugar y, en confidencias con un antiguo
profesor, le cuenta cómo persiste su «ánimo de inquisidor o sectario contra las
potencias rebeldes al despotismo de la mente: salvo que a nadie persigo, fuera
de mí, aplicándome a sembrar de sal la tierra fértil». «La soberbia te ciega
más que nunca —replica el fraile— (…) El combate con el ángel te salvaría». Y
Azaña: «Desde el nacer, me acompaña un personaje, que no debe de ser un ángel,
rezongando de continuo, descontento de mí como si yo pudiese darle mejor vida,
sin acabar de decirme quién es ni qué pretende (…) Matarlo sería un placer y no
puedo. (…) Es un monstruo. Sólo se me alcanza a ponerlo en ridículo». «Dios
haga que escuches al monstruo y seas un día nuestro hijo pródigo», concluye en
la novela su interlocutor.
Un año después
de la reunión del Ateneo, en un discurso que lo catapultaría a su mayor gloria,
declaraba el alcalaíno: «La experiencia cristiana, señores diputados, es una
cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la conozca que deje
el Evangelio en su alacena y que no lo lea; pero Renan lo ha dicho: ‘Los que
salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han
entrado en él’». Y afirmó que España había dejado de ser católica y propugnó la
disolución de la orden jesuita. El problema religioso sería crucial en la
república que pensaban imponer aquella «tarde soñolienta» de agosto de 1930.
El tránsito de
la adolescencia a la juventud fue en Manuel Azaña una ruptura grandiosa, de gran
violencia emocional: «Leí en el horizonte —neblinas de rosa, borrones de humo
negro, chispazos de caserío— señales de Madrid. Allá era el comienzo de la
vida. Barruntaba el mayor hechizo. En tal punto las promesas juveniles
alardearon, tan fastuosas y bellas que excedían al ensueño (…) Todo sería
descubrimiento y creación. Me adelanté a vivir en un relámpago fugaz, profundo,
la juventud cabal (…) ¡Oh fascinante apocalipsis! ¡Oh posesión anticipada! ¡Qué
insolente clarinazo pregona el reto de la mocedad al borrascoso futuro! Mocedad
injuriosa para el prójimo, cómo venciste a la simpatía, y ardiendo —a tu
entender— en heroísmo maltrataste a la justicia. Triunfé de la compasión, de la
piedad. ¿Qué valdría el dolor, no sintiéndolo yo, o un acabamiento, si yo empezaba?
Allá los que hubieran marrado el blanco de la vida, los que el tiempo
troncharía delante de mí, abriéndome plaza, cuantos reciben el sol de espaldas:
la madurez entrecana, la senectud aprensiva de la muerte, buscasen en su
importante gravedad consuelo de no ser jóvenes. Merecían sólo desprecio. Ni
siquiera les fue dado columbrar la tierra de promisión: llegando en la plenitud
de los tiempos, me tocaba dominarla. ¿Alguien arrostraría mi fuerza, poniéndose
a caer del balcón al mar?».
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