Una nueva
entrega de Pío Moa sobre Alejandro Lerroux, de quien ofrece información más que
suficiente para advertir que el joven Alejandro fue una buena pieza. Lo que no
está mal, deduzco yo, para cualquier persona medianamente inquieta. Menos aún
para un político a la hora de acumular errores y experiencias de juventud, a
condición, claro está, que esos errores no pasaran de pecadillos veniales. Tal
parece el caso de Lerroux.
Alejandro
Lerroux 2 de 6
Para aliviar la
economía doméstica, Lerroux fue a vivir, por dos años y cuando contaba once,
con su tío cura en Villaveza del Agua, pueblo zamorano «humilde y pequeño, desprovisto
de encantos, donde (…) se formaron el cimiento de mi naturaleza moral, la base
de mi conciencia y la determinación del impulso que me han empujado en los
caminos de la vida». Allí fue «escolar, sacristán y campesino», y conoció, «con
verdadera pasión, jamás disminuida desde entonces, el amor al campo. En sus
soledades majestuosas me he sentido a mí mismo, y en sus labores primarias he
adivinado toda la grandeza del esfuerzo humano».
Monaguillo, «lo
que hay de poesía en la religión católica influía poderosamente sobre mi
sentimiento y afianzaba mi fe, pero ciertos detalles que se producen en el
trato familiar de los no preparados, con las intimidades de la Iglesia, me la
quebrantaban». Dejó el catolicismo sin crisis de conciencia: «Empezaba yo a elaborarme
mi religión personal y apenas había salido de la sombra de mi campanario. A
ello contribuyó el trato (…) de los curas circunvecinos, pobres hombres
condenados a una vida de sacrificio material y de privaciones, sin apenas
provecho espiritual ni para sí ni para sus semejantes». De la religiosidad
popular opina: «La gente rural (…) no tiene casinos, ni teatros, ni plaza de
toros o hipódromo, circo y cinematógrafo.
Sus casas son
tristes, incómodas, antihigiénicas; por tanto, huelen mal. No hay paseos… La
iglesia es amplia, limpia, confortable. Huele, con la cera, a miel y con el
incienso, a gloria. Algunas veces cantan voces del otro mundo, se oye música.
La gente se codea vestida de limpio. Como tienen que callar, no dicen ni oyen
groserías ni brutalidades. Los mozos ven a las mozas como no las ven sino allí,
vestidas con sus mejores galas, lindas, modosas y señoriles. La iglesia no es
un salón, pero en ella se reúnen hombres y mujeres; no es una academia, pero
allí hay quien habla de ciencia, de moral y de política; no es una escuela,
pero hay quien enseña y quien aprende; no es un teatro, pero se representan
escenas de dramas y tragedias sagradas. Allí, lo que tiene el ser humano de
menos animal, a veces encuentra intérprete, y el alma se eleva (…) soñando o
adivinando cosas sublimes».
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