La violencia en
las calles catalanas ha sido un gran exceso superfluo, propia de esos dos
millones de seres adoctrinados hasta la náusea que en bloque faltaron a clase
el día que se explicó los notables beneficios de la ausencia de egoísmo y, ante
todo, del valor de la democracia y el respeto a la ley.
Luego la gran
lección que nos ofrece lo que está sucediendo en Cataluña es la de advertir que
el egoísmo nacionalista y la violencia extrema, imitando con motosierras y
bolas de acero un campo de batalla, comen de la misma mano: la indignidad de unos
dirigentes tipo Torra, que cada día transmiten la idea de que pararan las
revueltas cuando el gobierno de España acepte un referéndum legal y, dicen
ellos, amnistíen (indulten) a los condenados por sedición.
Pero el hecho de
observar que la juventud catalana falta a clase y prefiere posicionarse en las
barricadas, como ha ocurrido estos días, no hace más que refrendar su amplio
nivel de ignorancia, cercana al doctorado en la materia. De modo que es posible
llegar a una segunda deducción: Al egoísmo (deducción 1ª) hay que sumarle la
ignorancia, que es exactamente la situación en que se encuentran los que viven
en el delirio de creerse que el resto de los españoles vamos a dejar que nos
arrebaten un buen trozo de nuestra tierra, además para tiranizarla más de lo que
ya está.
¡Ni por el forro
vamos a permitirlo! Porque si hay dos millones de catalanes desquiciados, otros
cinco millones y medio de ellos son bien sensatos y conocen, por vivirlas a
diario, las maldades del nacionalismo. Y esa amplia mayoría ¡juraría que sí fue
a clase cuando explicaron cómo evitar la opresión continuada! De donde se
deduce que tarde o temprano, mediante el voto, los catalanes sensatos echarán del
poder a los infames.
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