Llevo tres días entre
cabreado y entristecido por lo que está sucediendo en Cataluña, una tierra que juraría
conozco bien por haber vivido allí a lo largo de 40 años y recorrido la mayor
parte de sus poblaciones. No obstante, prevalece en mí el sentimiento de tristeza
a causa de la angustia que muchos de mis amigos sé que están soportando en esa
tierra.
Y es que,
emulando al clásico, no hay nada más triste que el hecho de conocer la
adversidad de unos seres tan cercanos, algunos de ellos familiares, sin poder hacer nada para remediarlo. Y lo más triste de todo es que a
Einstein no le faltaba razón cuando llegó a afirmar que “es más fácil
desintegrar un átomo que un prejuicio”. Cámbiese prejuicio por fanatismo y se
advertirá mejor la imposibilidad de arreglar el problema de la tremenda opresión
(ahora violenta) que se sufre en Cataluña.
Sin embargo, para
justificar el título este artículo, debo aclarar que en mi opinión hay un claro
responsable de la violencia en las calles catalanas: Pedro Sánchez, cruzado de
brazos por intereses electorales y para no enemistarse con sus futuros socios
de Esquerra. Sí, culpable Pedro Sánchez puesto que desde la Moncloa no es capaz
de aplicar la Ley y, ante todo, hacérsela cumplir a esos perversos que en
Cataluña llaman a subvertir el orden público a cualquier precio. No son gente
de paz (gent de pau), no practican la “revolución de las sonrisas”, ya
que en todo caso esas sonrisa se tornan incendiarias y alumbran la noche de
Barcelona y otras ciudades. Lo que me lleva a pensar que tanto desalmado “quema
Zaras” no merece el cuartelillo dado por Sánchez, un presidente que no nos vale a los españoles incluso
para ejercer en funciones.
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