Última entrega
de Pío Moa sobre la etapa previa a la política del gran Alejandro Lerroux, al que
le seguirán los apuntes biográficos de otros dos personajes decisivos en la II
República: Alcalá-Zamora y Azaña. Respecto a la presente anotación sobre
Lerroux, Moa concluye con una frase magistral: “Así viene a pintar Lerroux sus
años mozos y a sí mismo: arriscado, sentimental y voluntarioso. Describe sin
rencor sus lances y percances, que le dieron variopinta experiencia de la vida,
aun a costa de su formación intelectual”.
Alejandro
Lerroux 6 de 6
Lerroux volvió a Toledo
para estudiar por fin en la Academia. Su porvenir se aclaraba. Al costar los
estudios más de lo que él podía permitirse, su hermano Arturo, que vivía con
desahogo en Oviedo, prometió ayudarle. Pero Arturo era más cabeza loca que él,
y la ayuda no llegaba. Desesperado, Alejandro marchó a Asturias y supo que
aquél, tras reunir el dinero y viajar a Madrid para entregárselo, lo había
jugado y perdido en el casino militar. El episodio retrataba al personaje,
bebedor y pendenciero, fugado muy joven a la facción carlista, enemiga de
cuanto defendía su liberal padre. Luego había hecho en poco tiempo la carrera
militar (le contaron su experiencia carlista) y casado con un «buen partido» en
Asturias. Así había resuelto su vida en dos maniobras afortunadas, tras lo cual
se hizo masón y republicano. Y, en fin, acababa de arruinar también la carrera
de Alejandro.
A golpe tan demoledor
siguió otro no menos duro: al marchar a Oviedo, Lerroux fue declarado desertor,
por corresponderle entrar en quintas pese a sus dos años de voluntario. Con
todo, no parece resentido con su hermano, causante de su doble infortunio.
Resolvió eludir la ley, cambió su nombre y vivió dos años a trancas y
barrancas, de Lugo a Madrid, como empleado de un fielato, vendedor de seguros o
escribiendo en una revista de ese gremio, «sin más medios de vivir que aquellos
que generalmente no dan suficiente para vivir». «Pasé días sin comer y noches
al sereno». Hasta que el nacimiento, en 1886, de quien sería rey Alfonso XIII,
dio lugar a un indulto y le volvió, al menos, a la vida legal.
De su estado
anímico por entonces da idea una anécdota sucedida en la plaza de Oriente. «En
ese lugar meditaba yo un día tomando el sol, cuando acertó a sentarse a mi lado
un joven de mi edad, poco más o menos. Pequeño, rubio, simpático, bien vestido.
(…). A la media hora ya sabíamos el uno del otro que éramos dos golfos a punto
de naufragar, mejor dicho, yo había naufragado ya». El otro, catalán, pensaba
suicidarse por «una aventura amorosa y un fracaso en la Bolsa». Lerroux le
salvó la vida. «Cenamos juntos en un restaurante modesto y empinamos el codo.
Pagó él, porque yo no tenía con qué. (…) Era duro para la emoción, como suelen
serlo los de su tierra, todo lo contrario que yo, pero mi sentimentalismo, mi
fe en la vida, mi confianza en el porvenir, mi amistad que estallaba fulminante
en presencia de aquella debilidad infantil que se creía varonil porque no le
aterraba la muerte, le ablandaron, le enternecieron».
Por entonces
entró en la masonería por motivos prácticos: por «la fraternidad entre los
afiliados, juramentados para auxiliarse mutuamente. (…) Pensé que en aquella
organización podía encontrar las relaciones o los medios de que carecía para
dar empleo útil a mis actividades». Y había pasado de perder la fe católica a
un acerbo anticlericalismo.
Tuvo
posibilidad, pronto evaporada, de emigrar a Argentina. Años después, ya maduro,
hubo de exiliarse un tiempo en aquel país, y entonces «comprendí cuán
radicalmente habría cambiado el rumbo de mi vida si a la edad de veintidós
años, lleno de vida, de ambición y de empuje hubiese podido trasladarme allí.
Porque mi sueño dorado de la infancia había sido la carrera militar, pero desde
que mi residencia de dos años en un pueblo de Castilla me aficionó a la vida
del campo (…) mis secretas ambiciones eran tener hacienda (…) En la Argentina
(…) pensé muchas veces que yo habría sido un gran estanciero, un gaucho de
afición y un millonario fabuloso». En la realidad, el fracaso de su ambición
militar le había colocado en el mejor puesto para terminar en pequeño
delincuente o sumergido para siempre en el anonimato de algún oscuro empleo. Sin
embargo, un giro del destino le empujaría al periodismo; y éste, a la política
republicana.
Así viene a
pintar Lerroux sus años mozos y a sí mismo: arriscado, sentimental y
voluntarioso. Describe sin rencor sus lances y percances, que le dieron
variopinta experiencia de la vida, aun si a costa de su formación intelectual.
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