domingo, 18 de agosto de 2019

La Segunda República Española (14) (9 de 17)


Pío Moa inicia en esta entrega lo que Niceto Alcalá-Zamora describe en sus memorias de juventud, las cuales, sin que don Pío lo exprese con mucha claridad, parece que le resultan poco amenas, por no decir mojigatas y burguesas. Y es que Alcalá-Zamora, en mi opinión de profano en el hecho histórico que nos ocupa, siempre se me antojó un tipo estirado, pagado de sí mismo y que amortizó sus insidias saliendo de la Presidencia por la gatera, eso sí, como consecuencia de haber caído en manos de una izquierda canallesca que fue ilegalmente a por él.


Niceto Alcalá-Zamora 1 de 3
Diferentes, por no decir opuestos, son los recuerdos infantiles y juveniles de Niceto Alcalá-Zamora, que en sus Memorias dedica a ellos mucho menos espacio que Lerroux. Niceto vino al mundo en julio de 1877 en Priego, pueblo cordobés metido en un valle abundante en agua, de paisaje semejante a los de la verde Galicia. Le enorgullecía su linaje, «monárquico de izquierda» por parte de padre, y «republicano de orden» por parte de madre; en una palabra, «progresista». Tuvo un tío «cura demócrata, apasionado y conspirador, que como ayudante con sotana de Prim le ayudase a sublevar guarniciones y le enviase partes militares. Estuvo emigrado en Francia y perseguido en España para condenarlo a muerte. Votó con hábitos la libertad de cultos; el suyo fue el primer sufragio para la elección de don Amadeo; y obispo joven y revolucionario murió prematura y misteriosamente en Cebú», Filipinas; había buscado siempre «una reconciliación definitiva entre la libertad y la Iglesia». El padre era «tan fervoroso y sincero practicante del catolicismo en religión como de la libertad en política. (…) Inflexible ante la perversidad, compasivo para la desgracia», rasgos en los que el hijo quiso reconocerse; también en los de «cacique» local: «el protector más desinteresado que han conocido todos los cortijeros (…) Me legó con reiteración aquella tutela, (…) y para mostrarme que en su obsesión no había falseadas visiones de égloga, solía decirme, a fin de que no lo olvidara ni me desalentara al conocerlo, que eran en general aquellos protegidos malos e ingratos, pero que había el deber de compadecerlos, servirlos, favorecerlos y, en cuanto fuese posible, educarlos….

Huérfano de madre a los dos años, el papel materno recayó en dos mujeres a las que cita con cariño: su tía madrina y la hija de ésta, una prima llamada Gloria Torres, quince años mayor que él, «mujer de clarísima inteligencia y de enérgica voluntad, para la cual, siempre soltera, fui como un hijo. Llamó riendo nietos a los míos y nuera a mi mujer, y sin avenirse a la inutilidad externa de una solterona, ha dicho alguna vez que cuidó el cuerpo y templó el alma de un hombre». Muerta la madrina cuatro años después, y huérfana la prima, los cuidados de ésta se distanciaron, y fueron complementados por los de la hermana mayor de Niceto, la cual «ejerció una maternidad infantil, inexperta y afectiva, la sola que había de conocer en su vida». También recuerda con profundo afecto a su padre, el cual «sintió desde muy pronto grandes ilusiones acerca de mi porvenir, que a mí me siguen pareciendo desmesuradas, aun después de haber rebasado con mucho los caprichos de la fortuna cuanto mi padre soñase para mí, que se quedaba cerca, pero a distancia de cuanto he sido».

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