miércoles, 17 de julio de 2019

La Segunda República Española (8)


Ofrezco hoy una nueva entrega sobre Manuel Azaña, en esta ocasión corre a cargo del historiador Ricardo de la Cierva, a quien el personaje le parece el más importante de la II República. En cuanto al retrato del político frentepopulista (él fue el creador de la perversa coalición), resulta interesante contrastar la opinión que De la Cierva vierte sobre Azaña con la del anterior autor que lo describe, Stanley G. Payne. Son opiniones realmente coincidentes puesto que vienen a decir casi lo mismo con distintas palabras y ambos dejan un juicio claro sobre el personaje, juicio que yo interpreto en esta frase de mi propia cosecha: Azaña fue un hijo de Satanás, como persona y como político. De la Cierva ofrece, además, su opinión sobre la calidad literaria del expresidente de la República, e incluso aclara lo que le parece bueno y lo que a su juicio vale poco.


Manuel Azaña. La revelación de la República (II)
Azaña era, ante todo, un espléndido escritor. Su prosa es de las primeras del siglo XX en España: incisiva, muy bien cortada, perfecta de sintaxis, privada de afectación, certera en las descripciones que con frecuencia resultan muy evocadoras. Escribe tan bien que convence fácilmente a un lector sin conocimientos históricos serios y le convierte, como ha ocurrido con el caso Aznar, en un adicto y hasta en un fanático. La oratoria de Azaña no era brillante, como se llamaba todavía en los años treinta a la que utilizaba latiguillos y floripondios, al modo de Niceto Alcalá Zamora. Por el contrario, Azaña inauguró en sus intervenciones del Ateneo (del cual era secretario ya antes de la República) y luego en el Congreso una retórica nueva, de corte sencillo, directo e incisivo, con el ropaje verbal mínimo para que brillase la idea.

Quienes le escucharon asiduamente piensan que sus discursos hacían más efecto pronunciados que escritos, pero aun en forma escrita resultan correctos y sugestivos. No me convencen demasiado sus narraciones largas, como las memorias idealizadas El jardín de los frailes, trazada sobre sus recuerdos de formación jurídica en el colegio de los agustinos de El Escorial, donde desliza su inquietante confesión sobre el demonio que llevaba dentro, que sus enemigos suelen tomar al pie de la letra; y la pretendida novela histórica Fresdeval, que es un bodrio.

Su dramón histórico La corona que osó estrenar cuando era presidente es falso y acartonado; ahora no se repone nunca, vale poco. En cambio sus diarios, a los que dedicaba continua o intermitentemente varias horas nocturnas, ofrecen lo mejor de sus dotes literarias pero a la vez muestran hasta la saciedad sus dos peores defectos personales y políticos: su soberbia y su incomunicación. ¿Se debía ésta a su extrema fealdad, que le afectaba hasta el paroxismo cuando la veía exagerada en las ilustraciones de la prensa humorística de derechas, que como Gracia y Justicia le sacaba de quicio; su director y redactores fueron asesinados en los primeros días de la Guerra Civil. Tenía un exagerado concepto de sí mismo, lejos de toda autocrítica. Siempre poseía la razón. “Rodeado de imbéciles —decía—, gobierne usted si puede». Descalifica a todos los que le rodean, a todos sobre quienes opina. Al aferrarse en 1933 a su cargo presidencial, cuando había perdido a la opinión pública, demostró escaso talante democrático.

En La Velada en Benicarló, un extenso diálogo sobre la guerra de España cuya idea tuvo cuando ya todo empezaba a perderse, su calidad literaria es excelsa, su penetración acerca de los disparates y los errores y la desunión del Frente Popular en paz y en guerra son definitivos si tenemos en cuenta que habla el creador y jefe del Frente Popular; los retratos apenas disimulados de Prieto, de Negrín, de Ossorio y otros políticos y militares de la zona son más bien caricaturas implacables, mientras que su autorretrato rebosa comprensión absoluta hacia sí mismo, así como un explicable enfrentamiento a las tendencias separatistas de los nacionalistas catalanes y vascos.

Alguien —no recuerdo si fue Ramiro Ledesma Ramos— le definió de forma muy penetrante como «un jacobino que ha ido a la escuela de Kerenski». En todo caso la descripción es exacta. Manuel Azaña había nacido en Alcalá de Henares en el seno de una familia católica y liberal; una de sus hermanas fue, hasta su muerte, monja de las Adoratrices en Madrid y había ofrecido la vida por él. Perdió todavía niño a su padre y a su madre y hubo de educarse con sus abuelos. Su retorno final a la Iglesia, en vísperas de su muerte, demuestra que nunca había perdido la fe de su infancia, aunque el profesor Marichal y los masones mexicanos y españoles se han obstinado en negar esa reconciliación final con la Iglesia, que está más que probada. Nunca nos ha contado, a no ser que se me haya escapado el dato al leer detenidamente sus obras, cuándo se alejó de la práctica religiosa para convertirse en jacobino, es decir, en enemigo de la Iglesia, pero nunca renegó de la fe de forma expresa, si no se quiere interpretar así su iniciación masónica en 1932. Se había casado por la Iglesia con Dolores Rivas Cherif en el templo de San Manuel y San Benito de Madrid, entonces perteneciente a la parroquia de San Jerónimo, poco antes de la República.

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