Ofrezco hoy una
nueva entrega sobre Manuel Azaña, en esta ocasión corre a cargo del historiador
Ricardo de la Cierva, a quien el personaje le parece el más importante de la II
República. En cuanto al retrato del político frentepopulista (él fue el creador
de la perversa coalición), resulta interesante contrastar la opinión que De la
Cierva vierte sobre Azaña con la del anterior autor que lo describe, Stanley G.
Payne. Son opiniones realmente coincidentes puesto que vienen a decir casi lo
mismo con distintas palabras y ambos dejan un juicio claro sobre el personaje, juicio que
yo interpreto en esta frase de mi propia cosecha: Azaña fue un hijo de Satanás,
como persona y como político. De la Cierva ofrece, además, su opinión sobre la
calidad literaria del expresidente de la República, e incluso aclara lo que le
parece bueno y lo que a su juicio vale poco.
Manuel Azaña. La revelación de la República (II)
Azaña era, ante
todo, un espléndido escritor. Su prosa es de las primeras del siglo XX en
España: incisiva, muy bien cortada, perfecta de sintaxis, privada de
afectación, certera en las descripciones que con frecuencia resultan muy
evocadoras. Escribe tan bien que convence fácilmente a un lector sin
conocimientos históricos serios y le convierte, como ha ocurrido con el caso
Aznar, en un adicto y hasta en un fanático. La oratoria de Azaña no era
brillante, como se llamaba todavía en los años treinta a la que utilizaba
latiguillos y floripondios, al modo de Niceto Alcalá Zamora. Por el contrario,
Azaña inauguró en sus intervenciones del Ateneo (del cual era secretario ya
antes de la República) y luego en el Congreso una retórica nueva, de corte
sencillo, directo e incisivo, con el ropaje verbal mínimo para que brillase la
idea.
Quienes le
escucharon asiduamente piensan que sus discursos hacían más efecto pronunciados
que escritos, pero aun en forma escrita resultan correctos y sugestivos. No me
convencen demasiado sus narraciones largas, como las memorias idealizadas El
jardín de los frailes, trazada sobre sus recuerdos de formación jurídica en
el colegio de los agustinos de El Escorial, donde desliza su inquietante
confesión sobre el demonio que llevaba dentro, que sus enemigos suelen tomar al
pie de la letra; y la pretendida novela histórica Fresdeval, que es un
bodrio.
Su dramón
histórico La corona que osó estrenar cuando era presidente es falso y
acartonado; ahora no se repone nunca, vale poco. En cambio sus diarios, a los
que dedicaba continua o intermitentemente varias horas nocturnas, ofrecen lo
mejor de sus dotes literarias pero a la vez muestran hasta la saciedad sus dos
peores defectos personales y políticos: su soberbia y su incomunicación. ¿Se
debía ésta a su extrema fealdad, que le afectaba hasta el paroxismo cuando la
veía exagerada en las ilustraciones de la prensa humorística de derechas, que
como Gracia y Justicia le sacaba de quicio; su director y redactores
fueron asesinados en los primeros días de la Guerra Civil. Tenía un exagerado
concepto de sí mismo, lejos de toda autocrítica. Siempre poseía la razón.
“Rodeado de imbéciles —decía—, gobierne usted si puede». Descalifica a todos
los que le rodean, a todos sobre quienes opina. Al aferrarse en 1933 a su cargo
presidencial, cuando había perdido a la opinión pública, demostró escaso
talante democrático.
En La Velada
en Benicarló, un extenso diálogo sobre la guerra de España cuya idea tuvo
cuando ya todo empezaba a perderse, su calidad literaria es excelsa, su
penetración acerca de los disparates y los errores y la desunión del Frente
Popular en paz y en guerra son definitivos si tenemos en cuenta que habla el
creador y jefe del Frente Popular; los retratos apenas disimulados de Prieto,
de Negrín, de Ossorio y otros políticos y militares de la zona son más bien
caricaturas implacables, mientras que su autorretrato rebosa comprensión
absoluta hacia sí mismo, así como un explicable enfrentamiento a las tendencias
separatistas de los nacionalistas catalanes y vascos.
Alguien —no
recuerdo si fue Ramiro Ledesma Ramos— le definió de forma muy penetrante como
«un jacobino que ha ido a la escuela de Kerenski». En todo caso la descripción
es exacta. Manuel Azaña había nacido en Alcalá de Henares en el seno de una
familia católica y liberal; una de sus hermanas fue, hasta su muerte, monja de
las Adoratrices en Madrid y había ofrecido la vida por él. Perdió todavía niño
a su padre y a su madre y hubo de educarse con sus abuelos. Su retorno final a
la Iglesia, en vísperas de su muerte, demuestra que nunca había perdido la fe
de su infancia, aunque el profesor Marichal y los masones mexicanos y españoles
se han obstinado en negar esa reconciliación final con la Iglesia, que está más
que probada. Nunca nos ha contado, a no ser que se me haya escapado el dato al
leer detenidamente sus obras, cuándo se alejó de la práctica religiosa para
convertirse en jacobino, es decir, en enemigo de la Iglesia, pero nunca renegó
de la fe de forma expresa, si no se quiere interpretar así su iniciación
masónica en 1932. Se había casado por la Iglesia con Dolores Rivas Cherif en el
templo de San Manuel y San Benito de Madrid, entonces perteneciente a la
parroquia de San Jerónimo, poco antes de la República.
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