viernes, 19 de julio de 2019

La Segunda República Española (9)

Josefina Carabias, fue una periodista de “amplio espectro” ya que en su momento tocó casi todas las teclas de la profesión. Decidió exiliarse de España en 1936, para acompañar a su marido, José Rico Godoy, quien temía un proceso que a su vuelta padeció y del que acabó cumpliendo tres años de condena. En cualquier caso, la profesión de Carabias fue de lo más longeva hasta la Transición del 78.

Recupero hoy un interesante artículo de Josefina Carabias sobre Manuel Azaña, al que además le dedicó un libro, editado después de fallecer la periodista, titulado “Los que le llamábamos Don Manuel”, definido como “retrato humano y cordial de un hombre con ideas que tropezó con la amarga realidad de España”. De lo escrito por Josefina Carabias, se deduce que simpatizaba bastante con Manuel Azaña, lo que nos da una idea de su tendencia política.

El artículo que sigue es una especie de divertimento, publicado en Mundo Gráfico, el 2-V-1936, en el que Carabias lo mezcla todo: anécdotas personales de Azaña, opiniones o rumores sobre el político e incluso buenaventuras alusivas al futuro presidencial de Azaña. Sea como sea, vale la pena leer los siguientes párrafos: poseen calidad literaria y representan el periodismo que se practicaba durante la II República.


Azaña
Su Excelencia el Presidente es hombre poco amigo de interviús. Naturalmente que ahora el protocolo no le permite concederlas, y yo estoy segura que esto es lo que más le gusta a él del protocolo. Pero antes, cuando solo era ministro, jefe de Gobierno o simplemente diputado de la oposición, tampoco era muy aficionado a las declaraciones políticas, y, desde luego, siempre fue enemigo declarado de sacar su vida privada a las columnas de los periódicos. Con don Manuel Azaña nos hemos estrellado todos los reporteros.
Sin embargo, estos días se impone hablar de la vida privada del Presidente; se impone contar unas anécdotas, y como a su casa no hay modo de ir a buscarlas, yo las he encontrado en casa de unos amigos suyos.
A esta casa de los hermanos Baroja venía mucho Azaña, cuando no era ni ministro, ni diputado, ni siquiera político; cuando era sencillamente un intelectual.
 —Aquí —me dice Ricardo Baroja— venía también Lolita, la que hoy es esposa de Azaña, desde mucho antes de ser novios. No puedo decirle a usted cuándo se conocieron, porque las dos familias tenían una gran amistad desde hacía muchos años. Probablemente, Azaña conoció a su mujer cuando ella aún andaba con calcetines. Nosotros habíamos formado un grupo teatral que se llamaba El Mirlo Blanco, y que daba sus funciones en este mismo comedor. Los actores éramos: nosotros, Rivas Cheriff, Valle-Inclán, Paco Vighi, Fernando Bilbao y otros muchos. Azaña, aunque venía a todas las representaciones, no llegó a trabajar nunca. Precisamente cuando se deshizo El Mirlo Blanco, íbamos a representar una obra suya, en la que tenía él un papel.
El último invierno de vida y actividad del Mirlo Blanco, a Carmen Monet, la simpatiquísima esposa de Ricardo Baroja, se le ocurrió dar un baile en su casa, por Carnaval. No fue mala idea. Un baile de máscaras exclusivamente nutrido de intelectuales es cosa que tiene bastante gracia. ¿Ustedes se imaginan a don Ramón del Valle-Inclán, a don Pío Baroja, al señor Salaverría y a la señorita de Maeztu vestidos de máscaras y diciendo con voz hueca: «no me conoces, no me conoces»?… Pues todos los nombrados, y algunos más serios todavía, acudieron disfrazados al baile de doña Carmen Monet, que fue lo que se dice un éxito.
—Don Ramón del Valle-Inclán —dice Baroja— se presentó vestido de aldeano leonés y envuelto en una manta. Estaba impresionante. Mi hermano Pío también creo que bajó vestido de algo, no me acuerdo de qué. Pero para que todo no fuesen visiones, Lolita Rivas Cheriff, la que hoy es esposa de Azaña, y otras chiquitas de su edad, vinieron con trajes de 1830. Muy bonitas estaban… Cuando el baile estaba en todo su apogeo, se abrió de pronto la puerta y entró… ¡un cardenal!
—¿Un cardenal?
—Un cardenal magnífico, imponente, seguido de un lego bajito. El cardenal movía su capa con un aire imponente y extendía la mano, en la que brillaba un anillo colosal. Aquel cardenal era Azaña.
—Fue —dice la señora de Baroja— el que mejor disfrazado se presentó y el que más éxito tuvo. El traje se lo había prestado Díaz de Mendoza. Imponía respeto verle. Las señoras le besamos el anillo, y tan solemne era la cosa, que hubo un momento en que casi nos llegamos a creer que era un cardenal de verdad.
—Y luego, ¿qué hizo su eminencia?
—Pues se sentó aquí, en una butaca, y estuvo viendo cómo bailábamos. A pesar de la solemnidad de los hábitos, estuvo charlando mucho con Lolita, que, como ya he dicho, estaba aquella noche muy guapa, con su disfraz.
—¿Eran ya novios?…
—No sabemos; es posible que no. Pero por entonces debieron comenzar a gustarse, porque nosotros ya notamos algo. Precisamente —es la señora de Baroja la que habla—, a los pocos días fue el santo de Lolita, y en la tienda de flores donde yo fui a buscar un ramo para ella me dijeron que también el señor Azaña había encargado otro con el mismo destino. Claro que esto no tenía nada de particular siendo como eran amigos antiguos; pero, de todos modos, los amigos ya comenzamos a figurarnos que pronto habría boda. Y la hubo, en efecto, poco tiempo después.
—¿Hablaba mucho Azaña de política?…
—Poco, entre otras cosas porque nosotros no éramos una tertulia política, ni mucho menos, y porque entonces la política no absorbía la vida de las gentes, como ahora. De todos modos, él siempre fue más aficionado a esas cosas que el resto de sus amigos. Recuerdo que una vez se presentó candidato a diputado por el distrito de la provincia de Toledo.
Nosotros que nunca nos habíamos ocupado de política llegamos a interesarnos en aquellas elecciones por tratarse de él. Algunos de la tertulia se marcharon con Azaña de propaganda. Otros más sedentarios, esperamos en La Granja de Henar el resultado de aquella aventura. Pasó lo que tenía que pasar, dado el tono de la política en aquellos tiempos. Un señor con mucho dinero se le puso enfrente y, naturalmente, los cuartos tuvieron mucha más eficacia que los discursos de los intelectuales.
Sin embargo, hubo un hombre que hace veinticinco años predijo el porvenir político de Azaña. Fue don Antonio Daza. Don Antonio Daza es un señor muy gordo, popularísimo en el Ateneo. Daza era siempre, en los tiempos monárquicos, diputado de la mayoría. En el Congreso se dormía como un bendito y solo despertaba a impulsos de algún codazo de compañero de escaño, el tiempo preciso para decir: «Daza, sí» o «Daza, no», y a veces, simplemente, para contribuir a los «rumores de aprobación».
Terminada la sesión del Congreso, Daza se iba al Ateneo, para seguir durmiendo. Un día en la docta casa, un grupo de jovencitos hablaban de Azaña, y parece que no muy bien. Entonces Daza despertó súbitamente y dijo con gran solemnidad:
—Ustedes dirán lo que quieran: pero ese hombre llegará a ser Presidente de la República española. Se lo digo a ustedes yo, que vivo en la misma casa de huéspedes que él.
Dicho esto, Daza se volvió a dormir.

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