Vale la pena leer lo que opina Stanley G.
Payne de Manuel Azaña, presidente del Consejo de Ministros (1931-1933) y
presidente de la Segunda República (1936-1939), un hombre culto al que su excesiva
soberbia le perdió, puesto que estaba demasiado convencido de la superioridad
de su criterio y no fue capaz de dejarse aconsejar ni de respetar a nadie al considerar a todo el mundo
inferior a él. Entre otros párrafos brillantes, Payne dice de Azaña: “Su
enfoque era doctrinario y opuesto al consenso. Azaña tenía poca capacidad para
el análisis empírico, ya que su orientación se basaba más en el rechazo del
conservadurismo y la tradición española que en el cuidadoso estudio del
carácter de la sociedad del país”.
Manuel
Azaña
Para el nuevo
presidente del Gobierno, Manuel Azaña, así como para la mayoría de sus socios
en el poder, la alianza con los socialistas resultaba necesaria, primero para
garantizar la fortaleza del nuevo sistema, otorgándole una base entre los trabajadores
y, en segundo lugar, para garantizar el carácter específicamente izquierdista y
radicalmente reformista de la República. Estaba claro que la izquierda
republicana prefería los socialistas a los radicales y, así, hasta septiembre
de 1933, Azaña presidió una coalición izquierdista de la que ya se había
retirado el centro democrático republicano.
Azaña
permanecería como líder clave de la izquierda e incluso, con posterioridad,
serviría como valiosa figura representativa. Su mayor talento fue verbal y
retórico. Imponente orador, ningún otro líder de la izquierda podía igualar sus
elocuentes y lapidarias definiciones de la política republicana o su claridad y
vigor a la hora de definir las prioridades del nuevo régimen. Esto, junto con
su personalidad fría y dominante, le otorgó una incomparable autoridad no sólo
entre la izquierda republicana sino también entre ciertos socialistas. Su
enfoque era doctrinario y opuesto al consenso. Azaña tenía poca capacidad para
el análisis empírico, ya que su orientación se basaba más en el rechazo del
conservadurismo y la tradición española que en el cuidadoso estudio del
carácter de la sociedad del país. Resulta sintomático que su único análisis
político extenso versara sobre la política militar francesa, no la española, e
incluso este estudio resulta incompleto. Como él mismo admitía, su formación
básica era subjetiva y estética, y escasa su capacidad de autocrítica política.
Aunque era conocido en los círculos culturales y literarios madrileños, nunca
publicó una obra verdaderamente relevante y sus escritos sólo despertaron un
limitado interés; él mismo admitía ser «un autor sin lectores».
Su personalidad
constituía a la vez una fortaleza y una debilidad, ya que era frío, áspero y
arrogante en extremo. Más tarde, su más moderado colega, Miguel Maura,
escribiría: «El Azaña que yo conocí en 1930 carecía del más elemental trato de
gentes. Cuando quería ser amable, era adusto. Cuando alguien le era
indiferente, resultaba el prototipo de la grosería». Demostraba «desdén por
todo y por todos, nacido de la convicción que le poseía de ser un genio
incomprendido y menospreciado…», siendo a menudo «despectivo, soberbio,
incisivo sin piedad y sin gracia, reservado para cuantos fuesen sus habituales
contertulios, despiadado en los juicios sobre las personas y los actos ajenos;
en una palabra, insoportable». También su falta de experiencia política
práctica supuso una limitación, aunque no desarrolló un mayor tacto o prudencia
conforme transcurrieron los años de la República, llegando a ser incluso más
extremado.
Su fortaleza
residía en sus ideas firmes y claras que cristalizaron los objetivos de la
izquierda moderada en una disposición a gobernar sin un mínimo de compromiso
serio o sin cualquier atisbo de corrupción y en su irresistible habilidad para
la oratoria. Su lengua y su intelecto le hicieron a la vez respetado y temido,
aunque su retórica fuese en ocasiones contraproducente. Como observó Maura:
Sus famosas
frases incisivas e hirientes contribuyeron, no poco, al terrible odio que las
derechas llegaron a dedicarle […] Las lanzaba con auténtico regodeo y, sabiendo
su alcance, como un verdadero masoquista, perseguidor de la enemistad y del
odio hacia su persona.
Una vez le
pregunté la razón de esta manía de herir por herir, que hacía que no perdiese
ocasión de desprestigiar al adversario, y me contestó: «Lo hago porque me
divierte». Estoy seguro de que era cierto. Positivamente gozaba pensando en lo
que contra él desencadenaba. Reconozcamos que no era un carácter corriente y
vulgar.
Y como muchos de
los intelectuales en el mundo de la política, también se caracterizó por una
profunda ambivalencia. Físicamente tímido y por su constitución enemigo de la
violencia, estaba también decidido a no transigir jamás. Sus innegables y
enormes energía política y ambición no eran ilimitadas, pues carecía de la
paciencia, la tolerancia y el nervio para la política menor, necesarios en un
largo periodo de liderazgo, sufriendo periódicamente de bajos estados de ánimo
caracterizados por el alejamiento y el anhelo por retirarse. Al día siguiente
de la derrota electoral de 1933, uno de sus seguidores se escandalizó al
encontrar a Azaña leyendo con placidez una historia esotérica acerca del
imperio bizantino, alejado mil años de su tiempo y lugar.
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