sábado, 13 de julio de 2019

La Segunda República Española (6) 8 de 8


Vale la pena leer lo que opina Stanley G. Payne de Manuel Azaña, presidente del Consejo de Ministros (1931-1933) y presidente de la Segunda República (1936-1939), un hombre culto al que su excesiva soberbia le perdió, puesto que estaba demasiado convencido de la superioridad de su criterio y no fue capaz de dejarse aconsejar ni de respetar a nadie al considerar a todo el mundo inferior a él. Entre otros párrafos brillantes, Payne dice de Azaña: “Su enfoque era doctrinario y opuesto al consenso. Azaña tenía poca capacidad para el análisis empírico, ya que su orientación se basaba más en el rechazo del conservadurismo y la tradición española que en el cuidadoso estudio del carácter de la sociedad del país”.


Manuel Azaña
Para el nuevo presidente del Gobierno, Manuel Azaña, así como para la mayoría de sus socios en el poder, la alianza con los socialistas resultaba necesaria, primero para garantizar la fortaleza del nuevo sistema, otorgándole una base entre los trabajadores y, en segundo lugar, para garantizar el carácter específicamente izquierdista y radicalmente reformista de la República. Estaba claro que la izquierda republicana prefería los socialistas a los radicales y, así, hasta septiembre de 1933, Azaña presidió una coalición izquierdista de la que ya se había retirado el centro democrático republicano.

Azaña permanecería como líder clave de la izquierda e incluso, con posterioridad, serviría como valiosa figura representativa. Su mayor talento fue verbal y retórico. Imponente orador, ningún otro líder de la izquierda podía igualar sus elocuentes y lapidarias definiciones de la política republicana o su claridad y vigor a la hora de definir las prioridades del nuevo régimen. Esto, junto con su personalidad fría y dominante, le otorgó una incomparable autoridad no sólo entre la izquierda republicana sino también entre ciertos socialistas. Su enfoque era doctrinario y opuesto al consenso. Azaña tenía poca capacidad para el análisis empírico, ya que su orientación se basaba más en el rechazo del conservadurismo y la tradición española que en el cuidadoso estudio del carácter de la sociedad del país. Resulta sintomático que su único análisis político extenso versara sobre la política militar francesa, no la española, e incluso este estudio resulta incompleto. Como él mismo admitía, su formación básica era subjetiva y estética, y escasa su capacidad de autocrítica política. Aunque era conocido en los círculos culturales y literarios madrileños, nunca publicó una obra verdaderamente relevante y sus escritos sólo despertaron un limitado interés; él mismo admitía ser «un autor sin lectores».

Su personalidad constituía a la vez una fortaleza y una debilidad, ya que era frío, áspero y arrogante en extremo. Más tarde, su más moderado colega, Miguel Maura, escribiría: «El Azaña que yo conocí en 1930 carecía del más elemental trato de gentes. Cuando quería ser amable, era adusto. Cuando alguien le era indiferente, resultaba el prototipo de la grosería». Demostraba «desdén por todo y por todos, nacido de la convicción que le poseía de ser un genio incomprendido y menospreciado…», siendo a menudo «despectivo, soberbio, incisivo sin piedad y sin gracia, reservado para cuantos fuesen sus habituales contertulios, despiadado en los juicios sobre las personas y los actos ajenos; en una palabra, insoportable». También su falta de experiencia política práctica supuso una limitación, aunque no desarrolló un mayor tacto o prudencia conforme transcurrieron los años de la República, llegando a ser incluso más extremado.

Su fortaleza residía en sus ideas firmes y claras que cristalizaron los objetivos de la izquierda moderada en una disposición a gobernar sin un mínimo de compromiso serio o sin cualquier atisbo de corrupción y en su irresistible habilidad para la oratoria. Su lengua y su intelecto le hicieron a la vez respetado y temido, aunque su retórica fuese en ocasiones contraproducente. Como observó Maura:
Sus famosas frases incisivas e hirientes contribuyeron, no poco, al terrible odio que las derechas llegaron a dedicarle […] Las lanzaba con auténtico regodeo y, sabiendo su alcance, como un verdadero masoquista, perseguidor de la enemistad y del odio hacia su persona.

Una vez le pregunté la razón de esta manía de herir por herir, que hacía que no perdiese ocasión de desprestigiar al adversario, y me contestó: «Lo hago porque me divierte». Estoy seguro de que era cierto. Positivamente gozaba pensando en lo que contra él desencadenaba. Reconozcamos que no era un carácter corriente y vulgar.

Y como muchos de los intelectuales en el mundo de la política, también se caracterizó por una profunda ambivalencia. Físicamente tímido y por su constitución enemigo de la violencia, estaba también decidido a no transigir jamás. Sus innegables y enormes energía política y ambición no eran ilimitadas, pues carecía de la paciencia, la tolerancia y el nervio para la política menor, necesarios en un largo periodo de liderazgo, sufriendo periódicamente de bajos estados de ánimo caracterizados por el alejamiento y el anhelo por retirarse. Al día siguiente de la derrota electoral de 1933, uno de sus seguidores se escandalizó al encontrar a Azaña leyendo con placidez una historia esotérica acerca del imperio bizantino, alejado mil años de su tiempo y lugar.

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