Stanley G. Payne
describe en esta nueva entrega la trayectoria socialista en los primeros años
de la II República española. Payne cita a Largo Caballero en una de sus típicas
frases cargadas de cinismo: gracias al socialismo, la revolución violenta «no
echará nunca las raíces en España». Y añade el hispanista, no literalmente pero sí dentro
del contento de los discursos iniciales de Largo Caballero, que será así porque
la nueva izquierda se encuentra libre de corrupción al no haber gobernado
nunca, por lo que jamás practicará esa «vieja política» de los reaccionarios, que
es la causa de la violencia.
Los
socialistas (7)
Tratados siempre
con indulgencia por el gobierno español, los socialistas habían seguido, en la
mayoría de las ocasiones, políticas más moderadas, participando en las
elecciones y construyendo poco a poco una base sindical. Los profundos cambios
estructurales que tuvieron lugar en los años veinte y la llegada de la
democracia permitieron que el sindicato socialista, la UGT, se extendiera como
movimiento de masas y alcanzara, hacia 1932, más de un millón de afiliados. La
Segunda República ofreció a los socialistas su primera oportunidad de tomar
parte en un gobierno (algo que todavía no habían conseguido los socialistas
franceses), la cual aceptaron sin haber resuelto por completo la dicotomía
entre reformismo y revolucionismo en su doctrina. La tendencia dominante era
adoptar la postura de que la República produciría cambios decisivos, abriendo
paso, pacíficamente, a un sistema socialista que se alcanzaría sin violencia
revolucionaria. Al comienzo del nuevo régimen, el dirigente de UGT Francisco
Largo Caballero declaraba que, gracias a ello, la revolución violenta «no
echaría nunca las raíces en España». Igualmente, los socialistas contemplaban
los cambios en España dentro de un contexto más amplio, como una nueva marea de
democracia y progresismo que haría retroceder la tendencia hacia el fascismo
iniciada por Mussolini en la década anterior.
Con la excepción
de los principales moderados, Alcalá Zamora y Lerroux, los nuevos líderes
republicanos poseían una escasa experiencia política práctica y marcaron una
brusca ruptura con las antiguas élites del sistema parlamentario precedente.
Desde su punto de vista, esto suponía una ventaja pues los libraba de la
corrupción de las «viejas políticas», pero su inexperiencia y su aproximación
doctrinaria, combinadas con su mala interpretación del sentimiento nacional en
general, les privaron del contacto con amplios sectores de las clases medias,
moderados y conservadores.
De hecho, esa
extensa alianza perduró menos de un año. A finales de 1931, aprobada la nueva
Constitución y con el ascenso de Alcalá Zamora a la presidencia, los radicales
exigieron que los socialistas abandonaran el Gobierno para que éste quedara en
manos de una coalición exclusivamente republicana, lo que resultaba
perfectamente factible en términos de mayoría parlamentaria. Los radicales
argumentaban que la continuada participación de los socialistas era una
contradicción dado que tanto los partidos republicanos como la Constitución se
basaban en la propiedad privada. Así la amplia alianza se censuró por
antinatural y por desviar la política española hacia la izquierda. Esta
valoración sobreestimó la moderación de la izquierda.
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