En este
apartado, Stanley G. Payne hace un ejercicio comparativo entre el inicio de la
II República, que define como una explosión de entusiasmo popular, con lo que
sucedió en la Tercera República Francesa o con el Reino Unido al comienzo del sufragio
universal. Payne habla de una instauración incruenta de la II República, de ahí
el sentimiento de esperanza y euforia suscitado entre los españoles. Es de esperar
que en los próximos textos nos hable de todo lo contrario: Violencia y
desesperanza como consecuencia de una República sectaria diseñada en exclusiva
para los partidos izquierdistas.
Nueva
madurez cívica (3)
En las grandes
ciudades, el nacimiento de la Segunda República suscitó una espectacular
explosión de entusiasmo popular, un sentimiento de esperanza y euforia que
constituyó la variante española del amplio anhelo por cierta clase de nuevo
orden humano, tan extendido e intenso en Europa entre la generación posterior a
la Primera Guerra Mundial. Su instauración incruenta (en contraste con los
tumultos ciudadanos y los pronunciamientos militares del siglo precedente)
sugería una nueva madurez cívica. Algunas veces, se escucharon comparaciones
con la Revolución francesa, pero a favor del nuevo régimen español, nacido sin
violencia. En realidad, tal comparación favorable revelaba algo más que una
pequeña confusión: la Revolución francesa había degenerado en represión y
violencia en tan sólo tres años, de manera que cualquier paralelismo con España
en su fase de máximo conflicto sólo podía esperarse en un estadio posterior, el
cual también resultó ser bastante violento. Un paralelismo histórico más exacto
podría haberse establecido con la proclamación de la Tercera República francesa
en 1871, la cual, durante su primera década, adoptó una forma muy conservadora
que reforzaba la estabilidad aunque estaba lejos del ánimo del nuevo gobierno
español y sus seguidores.
La dificultad a
la que se enfrentó España a la hora de consolidar una nueva democracia podría
comprenderse mejor mediante ejemplos comparativos. Basándose en la cultura
cívica, la tasa de alfabetización y el desarrollo económico, podría considerarse
que, en 1931, España se encontraba, aproximadamente, al nivel que Gran Bretaña
y Francia habían alcanzado hacia finales del siglo XIX. Hasta aquellos
momentos, ninguno de esos países había tenido que hacer frente a pruebas
políticas y sociales tan rigurosas como las sufridas por España en los años
treinta. La Inglaterra victoriana poseía una de las economías más dinámicas a
nivel mundial y la más larga de las tradiciones parlamentarias, aunque todavía
no había introducido el sufragio universal masculino y mucho menos el voto
femenino. La naciente Tercera República francesa se había enfrentado a una
revuelta cuasi revolucionaria en París, que reprimió con una ferocidad
comparable a la desplegada en la Guerra Civil española de 1936. De ahí avanzó
hacia un sistema marcadamente conservador ya que, durante mucho tiempo, el
movimiento obrero siguió siendo bastante débil en Francia, mientras que la
sociedad española pronto se vería sometida a las severas presiones derivadas de
movilizaciones de masas múltiples y contrapuestas.
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