La
devoción a la “voluntad de ser”, que se esgrime como una especie de síndrome de
abstinencia que impulsa a la fe reivindicativa, al parecer es algo que a los
nacionalistas catalanes y vascos, al contrario de lo que sucede en cualquier
cuadro clínico de ansiedad, no sólo no les aminora el raciocinio sino que les
otorga un agudo criterio para juzgar la realidad, como si mediante la “voluntad de ser” se doctorasen
en justicia natural a fin de exigir el reconocimiento de unas singularidades que luego deberán convertirse en prebendas, las cuales compensarán en parte, solo en parte, las afrentas históricas a su tierra cometidas por
España. No por un determinado rey o por tal o cual gobernante, sino por España.
Hablar
de la “voluntad de ser”, como sucede al abordar cualquier otro cuadro de ansiedad, es de
lo más complejo y árido, y desde luego excederá siempre de las pocas líneas de un
articulillo como es este. Y digo articulillo porque más de un siglo de
fabulaciones, enjuagues y componendas nacionalistas, con varias generaciones
adoctrinadas capa sobre capa, no pueden refutarse como es debido, ni con la
suficiente dosis de metadona argumental como para aliviar la abstinencia de
esos ansiosos. No, no podría refutarse ni escribiendo todo un tratado del tamaño de la
enciclopedia Espasa de 114 volúmenes. Pero a ello voy, quizá surja alguna
idea que encienda otras.
Probablemente
exista una multitud de razones para que una parte del pueblo desee renunciar a
sus raíces o no las reconozca como propias. Casi podría asegurarse que el
inicio del odio actual que los nacionalismos catalán y vasco sienten hacia la
idea de España (igual que el nacionalismo gallego, el novísimo nacionalismo
canario y otros nacionalismos de garrafa, muchos de ellos plagiarios) arranca
con la desaparición de la monarquía absoluta en nuestra patria, la implantación
de los partidos políticos, el inicio de la Revolución Industrial en España y el
desastre del 98, circunstancias aprovechadas por gentes sin escrúpulos para
acceder a poderes locales, exteriorizar a los cuatro vientos todo su fanatismo
aldeano o refugiarse en unas fronteras mentales, de patria chica, acordes a su
mezquindad. Los siguientes párrafos tratarán de argumentar en la medida de lo
posible tales afirmaciones.
Como
consecuencia de la Guerra de Independencia, 1808-14, y ante el vacío que
representaba el secuestro de la familia real española por Napoleón, se creó lo
que se conoce como la Junta Central, un órgano de gobierno destinado a dirigir
la lucha contra la invasión francesa. Dicha Junta, entre cuyos componentes
comenzaron a calar las ideas liberales, convocaron Cortes constituyentes en
Cádiz y nos ofrecieron una Constitución: “La Pepa”, así conocida por ser
promulgada el 19 de marzo de 1812, festividad de San José.
En
los siguientes años España padeció la regencia de uno de los monarcas más
incapaces que ha tenido nuestra patria, Fernando VII, que pasó por tres etapas
distintas, todas impuestas: Un período de absolutismo, basado en el Manifiesto
de los Persas que solicitaba la vuelta al Antiguo Régimen. El Trienio liberal a
partir del pronunciamiento de Riego, que obligó al Rey a jurar la Constitución.
La intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, acordada en el Congreso de
Verona por la Santa Alianza, que restauró de nuevo el absolutismo. El rey
Fernando VII, llamado inicialmente El Deseado, en lugar de pagar con
liberalidades cuantos esfuerzos hizo el pueblo para restaurarle en el trono y
conservar íntegro el reino, no sólo reforzó los mayorazgos y señoríos sino que
premió generosamente a los 69 diputados “persas” otorgándoles prebendas y
títulos.
La
etapa absolutista de Fernando VII duró hasta su fallecimiento en 1833. El
pueblo español, en su conjunto, padeció la represión política, el desengaño
ante la monarquía y la pesadumbre de perder las grandiosas colonias americanas.
Cierto sentimiento de desprecio hacia la Corona española, identificada desde
siempre con la propia Nación, comenzó a surgir por doquier, sobre todo en los
dos territorios más relacionados con Francia: Cataluña y el País Vasco, que por
entonces contemplaban de cerca los efectos de la Revolución de 1830 en el país
vecino.
Una
revolución que costó la abdicación al monarca galo Carlos X y que se extendió
por diversos países europeos. También, de algún modo, reanimó en España ese
espíritu liberal tan hostigado por Fernando VII. Como consecuencia del
movimiento revolucionario francés de 1830, hubo una circunstancia, además, que
marcó la pauta de lo que podía llegar a hacerse cuando una región no se sentía
favorecida dentro del reino que la acogía: La independencia de Bélgica de los Países
Bajos, proclamada por una coalición de liberales y conservadores en octubre de
1830 y ratificada al año siguiente por las grandes potencias, contra la
voluntad de Holanda. En este caso, la independencia de Bélgica no deja de ser un episodio de justicia poética, porque Holanda llevaba varios siglos sumándose a cualquier conspiración que sirviera para debilitar otros estados de Europa, especialmente España.
Sería
interesante recordar, para finalizar esta segunda parte, que el separatismo
(algunos lo llaman nacionalismo) es ante todo mimético y tiende a agarrarse a
un clavo ardiendo o a cualquier fabulación hiperbolizada para sentirse
necesitado de libertad. Bélgica, en su momento, sirvió de ejemplo a muchos
territorios europeos que por una causa u otra no se encontraban a gusto en los
estertores de las monarquías absolutas. Un ejemplo que caló hondamente en
España, a cuyo Imperio había pertenecido Bélgica hasta bien entrado el siglo XVIII.
Artículo revisado, insertado inicialmente el 31 de julio de 2004 en Batiburrillo de Red Liberal
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