Los españoles hemos venido dilapidando el mayor caudal de España: La educación en manos de los nacionalistas |
Hay quien cree que
la Constitución española debe ser defendida a muerte. Gran error. Los políticos llevan décadas demostrando que la Constitución representa pan para hoy y hambre para mañana. La
Constitución, a partir de una estructura muy mal diseñada, se ha venido
aplicando del mismo modo que algunos gobernantes poco sensatos no dudan en
entramparse en las cuentas del Estado, creando un gran déficit en las arcas
públicas para satisfacer a sus incondicionales o a sus socios políticos. Y no
olvidemos que la deuda pública la acaban pagando las siguientes generaciones.
Luego un derroche de lo poco que se tiene, aunque sea con la excusa de crear
bienestar temporal y tapar la boca a los radicales, no deja de ser una
política para salir del paso que un verdadero estadista jamás practicaría.
Además, incluso el concepto de bienestar no deja de ser discutible, ¿cuántos
creen que en el término bienestar, si descontamos la riqueza material, no debe
incluirse la seguridad y la libertad que faltan en algunos territorios de
España?
Quienes elaboraron
la Constitución derrocharon en su momento el mayor caudal que una nación posee:
la capacidad de educar a sus hijos de un modo equilibrado, donde predominen los
valores democráticos, el amor a la libertad individual y el respeto a la patria
común. No se hizo así y lo estamos pagando, ¡vaya si lo estamos pagando! Se
prefirió ceder las competencias educativas a las comunidades autónomas para
acallar ciertas voces a las que respaldaban sendas bandas terroristas. Fue
a los nacionalismos de Cataluña (Terra Lliure) y el País Vasco (ETA), inicialmente, a quienes se les
regaló un sistema educativo que cualquier nación que se precie jamás puede
ceder. Los parlamentarios de aquella época no desconocían que derrochando
nuestro mayor patrimonio se embarcaban en el pan para hoy y hambre para mañana
respecto a la continuidad de una nación de españoles iguales y libres, y aún
así se produjo el derroche y se inició el déficit moral que hoy existe.
No, no desconocían
su gran insensatez, por lo que no es preciso tildarles ahora de ingenuos y
confiados con los nacionalistas, sino de incompetentes y cobardes, ya que
prefirieron la seguridad del momento y la ausencia de alboroto en ciertas
regiones que se habían echado a la calle solicitando un estatuto de autonomía
que, en ninguno de los casos, pedía las competencias exclusivas en la educación
o el desistimiento en la inspección. Aquello fue un contentar a las fieras e
iniciar una deuda pública que algún día pagarían los hijos y nietos, actuación
que a mi juicio puede ser catalogada de inmoralidad política y dejación de
responsabilidades. Quizá haya alguno que alegue a favor de aquellos
constitucionalistas y quiera recordarme la existencia de la Alta Inspección del
Estado en materia educativa. La pregunta es: ¿Ha funcionado alguna vez esa Alta
Inspección conforme al cometido que
tiene asignado? Quien sea capaz de alegar algo distinto a un No rotundo que
tire la primera piedra. Luego sigue siendo válido que los constituyentes no
tuvieron ni puñetera idea de cómo funciona una nación seria o, simplemente,
quisieron salir del atolladero mediante la bajeza de la claudicación.
Los nacionalistas
tampoco desconocían que la base de sus quiméricos proyectos pasaba por
controlar la educación, que en su caso se convertiría de inmediato en un
verdadero adoctrinamiento y, en los últimos tiempos, en una auténtica fábrica
de “nacionalistitas” a los que en lugar de ideas democráticas se les administra
sentimiento diferencial. De modo que los nacionalistas de entonces, no
necesariamente más listos que los padres de la patria pero sí mucho más
tramoyistas, aceptaron las competencias educativas mientras se frotaban las
manos y, acto seguido, se dijeron por lo bajini: ¡Ya veréis lo que vale un
peine! Y lo estamos viendo. Se trata de un peine de lo más espeso que permite,
por ejemplo, un Parlamento catalán con un 90% de nacionalistas dispuestos a
destruir la Constitución para endosarnos la suya, que es ese bodrio totalitario
que llaman “Estatut de Catalunya”, o que cuatro millones de castellanohablantes
se encuentren arrinconados respecto a su idioma en dicho territorio. Eso sin
hablar del peine del País Vasco, donde no es que te peinen si eres un demócrata
que ejerce lo justo, es que directamente te pelan o te expulsan de esa
tierra.
La siguiente
pregunta es obligada: ¿Debemos de conmemorar una Constitución que permite tales
situaciones sin haberse procurado los medios para evitarlas? Mi respuesta es no
a “conmemorar” y sí a “respetar”. No debemos celebrar ni conmemorar una mala
Ley que ha fracasado rotundamente, sino más bien mentalizarnos de que hay que
cambiarla para dotarla de mecanismos adecuados de autodefensa. Sí debemos
respetar la Constitución, no obstante, porque el cumplimiento de la Ley es lo
único que nos distingue de las fieras salvajes y de los nacionalistas más
extremados. Y aún así, esas fieras sólo acostumbran a matar para calmar el
hambre. Por lo tanto, en el día de la Constitución, mi grito sería: ¡Viva la
Constitución, reformada!
Artículo revisado, insertado inicialmente el 6 de diciembre de 2005 en Batiburrillo de Red Liberal
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