viernes, 31 de julio de 2015

Sobre la 'voluntad de ser' en el nacionalismo, 3 de 5

Un grupo de burgueses catalanistas (no hay más que ver sus indumentarias) visitan la sede de ABC en Madrid, en 1907. Por su aspecto físico, el señor que aparece en el centro, con chistera, bastón y un cigarro puro en la boca, podría ser Francisco Cambó, que inició un catalanismo moderado compatible con la idea de España, hasta tal extremo que Cambó llego a ser ministro durante el reinado de Alfonso XIII. 
En las anteriores entregas se plantearon algunas de las características de la “voluntad de ser”. Se dijo, en primer lugar, que es un sentimiento relativamente reciente, nacido quizá a mediados del siglo XIX y desarrollado en el turbulento e intolerante siglo XX. Segundo, que quien posee hoy el “germen” de ese sentimiento tan vehemente, basado más en mentiras que en hechos diferenciales ciertos, encubre a menudo un trastorno de superioridad inculcada, por no decir grabada a fuego en la niñez, y no goza necesariamente del equilibrio intelectual más adecuado para diferenciar lo que es justo de lo que no lo es. Ojo, no estoy llamando locos a los nacionalistas, sino imbuidos de una fe casi satánica que en buena medida les priva de contemplar la realidad de su entorno. 

Las injusticias a las que los nacionalistas dicen estar sometidos desde hace siglos, no olvidemos que tienden a considerarse representantes exclusivos de sus territorios, son las que cimientan y explican un odio tan atroz hacia la idea de España. Porque nadie ama, es evidente, a quien te trata mal o te desprecia. Pero si ese maltrato, aun en el caso de ser cierto cuanto se afirma, no fuese exclusivo de determinadas regiones con gobiernos separatistas, sino que formase parte de un maltrato y desprecio generalizados hacia todas las provincias españolas, entonces sólo cabría hablar de malos gobernantes no de patrias odiosas y ofensoras. Luego existe algo más, sin duda relacionado con el poder, que justifica la hasta cierto punto abstracta “voluntad de ser” que algunos padecen y alegan.


También vimos cómo en el primer tercio del siglo XIX se produjo un importante movimiento revolucionario en Francia que afectó a toda Europa y dejó su huella en España, sobre todo en Cataluña, que contaba con una burguesía poco dispuesta a participar en la política del reino o de la I República pero que se sintió molesta al no hacerlo, olvidando que se había autoexcluido, según el historiador Albert Balcells, debido “a la falta de dominio del castellano en los políticos catalanes, en una época en que la oratoria parlamentaria parecía tan importante”. Las clases altas catalanas, descontentas con su papel secundario en la administración española, iniciaron el chispazo de ese catalanismo burgués, reflejado inicialmente en la prensa, que con el tiempo generaría el nacionalismo y actual separatismo.

Gracias, en buena medida, a los capitales repatriados de América y al coste de unas materias primas adquiridas a precio de jornalero en el resto del Estado, Cataluña comenzó a industrializarse, a desarrollar una cultura más completa y a adquirir cierto sentimiento de superioridad respecto al conjunto de España, muchas de cuyas provincias (no todas) permanecían más atrasada en todos los órdenes. Incluso el filósofo Jaime Balmes (1810-1848), de quien no podemos poner en duda su patriotismo español, llegó a afirmar que sólo Cataluña se parecía a Europa, puesto que si viajábamos hacia cualquier otra región española nos daba la sensación de haber entrado en un país extraño. Naturalmente, no parece que el clérigo Jaime Balmes viajara demasiado, ni por su ocupación de sacerdote-escritor ni por los años que vivió, 38.

Numerosos patricios de la burguesía catalana, como se verá, se dedicaron a crear riqueza en su tierra en lugar de brindarse a participar en la política española o en la administración del Estado. En Cataluña fue también poco frecuente el vivir de rentas, mano sobre mano, sin aportar nada a la patria, como hicieron tantos y tantos terratenientes o nobles de otras zonas peninsulares.

El siguiente episodio histórico que desestabilizó aún más la atormentada España dejada por Fernando VII, fue la llegada al trono, a los tres años de edad, de la reina Isabel II, que obligó a la regencia durante siete años de María Cristina de Borbón, y del general Espartero, principal figura del liberalismo español de aquella época y fundador del Partido Progresista. Durante el reinado de Isabel II se iniciaron fuertes desavenencias dinásticas que originaron las tres guerras civiles denominadas carlistas (1833-1876), consideradas el germen, a su vez, del nacionalismo vasco. Un nacionalismo que acabó inspirado en el sentimiento de superioridad que ya poseía la burguesía catalana, que nunca fue separatista respecto a España, sino que quiso dirigirla desde Cataluña.

Artículo revisado, insertado inicialmente el 3 de agosto de 2004 en Batiburrillo de Red Liberal 

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