El
actual territorio de Cataluña ha sido desde siempre una tierra de paso o de
reunión, y otro tanto ha ocurrido con el País Vasco. Son dos áreas que ofrecen
un pasillo entre el mar y los Pirineos para desplazarse desde Europa hacia
África, y viceversa, o bien para asentarse en la gran Península Ibérica, de por
sí una especie de subcontinente si consideramos la variedad de climas, paisajes
y costumbres de los habitantes que la poblaron durante milenios.
Es
precisamente en Vasconia y en Cataluña, paradójicamente, donde se alardea más
de poseer ciertas peculiaridades que otras regiones no ostentan; cuando, por el
contrario, la Historia nos informa que han sido territorios muy trillados por
las más variadas etnias, sobre todo el mal llamado Principado. Incluso hay una
absurda teoría referida al País Vasco que nos habla, apoyándose en la similitud
lingüística entre los idiomas amazirga (berebere) y eusquérico (vasco), acerca de que los actuales vascos son
descendientes de un contingente berebere de desertores que acompañaba a Aníbal
camino de Roma, los cuales se mezclaron con nativos en tierras del Pirineo
navarro, donde fueron a refugiarse.
En
cualquier caso, esa singularidad cultural de la que ahora se ufanan en una y
otra región no es sólo falsa, por minoritaria, incompleta y forzada, sino
antónima con la realidad de los tiempos y de la Historia. De modo que
atribuirles a la totalidad de ambos territorios el marbete de “algo propio”,
tan idílicamente esbozado por sus respectivos nacionalismos gobernantes es,
como poco, un acto de soberbia que sólo conduce al embrutecimiento ideológico
de sus habitantes, al desequilibrio convivencial y a una ausencia absoluta de
sentido pragmático que es incapaz de ver, en el siglo XXI, las nulas posibilidades
de independizarse en contra del deseo de más de la mitad de su población, en
contra igualmente de las leyes de un Estado español democrático que nos protege
a todos y de las simpatías de una Unión Europea de los estados y los ciudadanos
que no incluye, ni incluirá en la futura Constitución, a las tribus de diseño.
Los
vascos no tienen su cuna en la región donde ahora se encuentran establecidos,
sino en el norte montañoso de la actual Navarra, que es precisamente la
coartada que utilizan los nacionalistas más furibundos para reivindicar todo el
antiguo reino de Pamplona. Las tribus vasconas, ya muy heterogéneas en su
momento, se desplazaron hacia el llano a partir de ciertos enclaves pirenaicos.
En las tierras llanas se romanizaron en gran medida, mucho más de lo que se
suele admitir, e incluso fueron devotos aliados de Roma, que les premió con
tierras y algunas ciudades, como Calahorra. Los vascones asimismo se mezclaron
con sus vecinos cercanos al litoral, compuestos esencialmente de gentes celtas.
Eso sin contar que, con la ayuda del mismo Imperio romano, desplazaron a otras
tribus célticas o ibéricas, mucho más combativas, y sirvieron a ese mismo
Imperio como guardianes del paso pirenaico occidental.
Los
catalanes, por su parte, subordinados a los carolingios, descendieron hacia el
sur en el siglo IX. Procedían de los valles pirenaicos o de la antigua
Septimania goda, donde se hallaban refugiados como hispanos cristianizados
adversos al islam. Y en su avance, a quienes aún no eran catalanes ni se
conocía tal gentilicio, no les quedó más remedio que desalojar a buena parte de
la población ya instalada o asimilarla. Se trata, pues, de dos grupos de
individuos, catalanes y vascos, que desarrollaron un comportamiento histórico
perfectamente comparable al de cualquier otra región de España, o incluso aún
más voluble en la cuestión cultural que hoy les define, cuya única
particularidad respecto al conjunto de las regiones españolas, aunque no de
todas, es la conservación de unas lenguas que les sirven de banderín de
enganche para sus veleidades nacionalistas.
Sin
embargo, con desprecio absoluto de la Historia común, esos mismos colectivos
nacionalistas han forjado hoy la cuna telúrica de su singularidad y la han
aplicado a las tierras gobernadas por ellos y a otras zonas aledañas que
ambicionan. Cualquiera que les oiga hablar, si no cuenta con un mínimo de
espíritu crítico o de conocimientos historiográficos, no dudará en dejarse
convencer de que hasta las piedras reconocen en Cataluña y Vasconia la
naturaleza ancestral y sempiterna de sus habitantes. Todo allí, según ellos, es
desde siempre. Incluso sus respectivos idiomas, perfectamente respetables pero
muy disminuidos ya antes de la última dictadura (mucho más en el caso vasco),
parecen ser propios de la tierra. Sí, uno oye a menudo expresiones en el
nacionalismo que hablan de la tierra propia y el idioma propio.
¿Significa
todo ello que los catalanes y los vascos no ostentan derechos respecto a las
provincias que ocupan? Los habitantes de Cataluña y el País Vasco tienen todos
los derechos del mundo que la Ley les concede respecto a sus territorios. Pero
entiéndase bien, todos los habitantes, no sólo los nacionalistas. En cuanto a
la posibilidad de segregar esas regiones de la nación común, España, está más
que claro que el derecho ya no lo poseen ellos solos, sino el conjunto de los
españoles, como indica nuestra Constitución. En realidad, los actuales
gobiernos catalán o vasco no son más que simples administradores de fincas
designados por el pueblo, unos administradores no legitimados para proponer
segregación alguna, por más que pretendan aludir a una consulta de ámbito
autonómico, que no dejaría de ser incompleta y mediatizada por comportamientos
doctrinarios y actitudes despóticas que ya duran más de 30 años.
Quizá
fuese interesante destacar que ese fuerte sentimiento de poseer algo que les
pertenece, denominado por algunos nacionalistas como “voluntad de ser”, ha
degenerado en el convencimiento de que además poseen la facultad exclusiva para
disponer a su antojo de la supuesta posesión. El sentimiento de la
"voluntad de ser”, que en el conjunto de España se denomina patriotismo
cuando está alejado de actitudes sectarias, choca frontalmente con otro
convencimiento: El de los españoles que se resisten a que les despojen de una
parte de su patria. No hay español bien nacido, diríase, que esté dispuesto a
aceptar dócilmente ser considerado extranjero en el País Vasco o en Cataluña.
Pero
lo bueno del caso es que muchos de esos sentimientos y pasiones que hoy se nos
describen como inmemoriales, de toda la vida, no siempre han sido así.
Recordemos que los vascos pidieron su anexión al reino de Castilla, a la que
durante tantos siglos han ofrecido grandes servicios y de la que recibieron
alta estima, favores y recompensas. Y que los catalanes, a partir de la unión
de las coronas de Aragón y Castilla, se han comportado exactamente del mismo
modo hasta hace cuatro días. Una prueba importante es la Guerra de la
Independencia frente al Imperio napoleónico, que como aquel que dice sucedió
ayer. En esa larga contienda, tanto el pueblo catalán como el vasco dieron
durante seis años abundantes muestras de españolidad y apego a la patria común.
Sin duda pudieron haberse quedado al margen de las coronas española o francesa,
en una especie de posición neutral y en espera de verlas venir, pero la
relación de hechos heroicos de los catalanes y los vascos a favor de la Nación
española sería interminable. ¿Qué ha podido cambiar desde entonces para
convertir a la patria en una especie de madrastra odiosa?
Artículo revisado, insertado inicialmente el 28 de
julio de 2004 en Batiburrillo de Red Liberal
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