Nunca se me olvidará cuando el Rey se asomó a las pantallas de la televisión en la jornada del 23-F del 81, ya de madrugada |
Recuerdo
que comencé a sentirme juancarlista en mi más tierna infancia ideológica. Pero
claro, entonces cualquier diferencia con Franco me parecía de perlas, puesto
que yo era felipista hasta el abuso (Dios me perdonará por ello) y todo lo que
oliese a derecha me hacía daño, como les pasa ahora a esos progres jovencitos
que sueltan espumarajos de rencor cada vez que se les cita a Aznar, al PP o a
cualquier institución española enraizada en nuestra historia común. Sí, esos
jovencitos que se mean de gusto como los perrillos al presenciar la sonrisa de
ZP, personaje en el que ellos no advierten, porque sus mocedades boquirrubias
no dan para más, que tras la sonrisa se halla el polo opuesto de ese “fundamentalismo” que critica, un polo que no es más que la ausencia de principios morales.
Nunca
se me olvidará cuando el Rey se asomó a las pantallas de la televisión en la
jornada del 23-F del 81, que fue cuando se produjo ese intento de golpe de
Estado de ideología involutiva, y se reafirmó en mí la convicción de que
contábamos con un gran monarca al que ya le avalaba su brillante papel en la
transición hacia la democracia. Allí, vestido de militar, el Rey prestó un
nuevo servicio de gran mérito a nuestra patria. Fue una noche en la que los
periodistas realizaron la labor de su vida y ayudaron a rescatar la dignidad
que los Milans del Bosc, los Armadas o los Tejeros pretendían malherir.
Incluso
José María García, ese locutor deportivo cuyo llamativo método consistía en
adjudicarle cada noche el papel de canalla a cualquiera que se le pusiese a
tiro en las ondas, vino a resultar un héroe y un amante de la verdad en la
madrugada de los transistores, como también fue llamada. Una madrugada durante
la cual, incluso oímos a Jordi Pujol cómo arengaba en castellano al pueblo
catalán para que no dejase de perseverar en la democracia, eso sí, el político
nacionalista hablaba tras impartir la orden estricta de mantener al ralentí el
motor de su vehículo, por si acaso. En fin, que fue una madrugada de lo más
incierta hasta que la imagen de don Juan Carlos surgió en la pantalla y muchos
entendimos que el Golpe se había parado y la libertad, bella palabra, no se
había quebrantado aún. Y eso sonaba en verdad hermoso, sobre todo para los que
conocimos aunque fuese de refilón la dictadura franquista, y motivó nuestra
gratitud hacia el Rey.
Pero
tras el desenlace de ese 23-F hipnótico, en el que a los amantes de la libertad
se les adormecieron las reacciones y se les excitó la necesidad de aceptar
cualquier ideología contraria a la propugnada por los golpistas, todo ha sido
un rodar cuesta abajo en los valores democráticos que se defendieron aquella
velada memorable y todo ha sido un entregarse de modo gradual, especialmente en
el País Vasco y Cataluña, a las ideas de quien prefiere lo diferencial y lo
plurinacional, que son esas formas estúpidas y aberrantes de llamar a lo
plurifracturado.
El
Rey, tan necesario en dos etapas decisivas de nuestra historia reciente, hoy
parece ser uno de esos amantes de la democracia que se encuentra adormecido o
en “libertad vigilada” por quienes tienen la mayoría, escasa pero suficiente,
para desatar una campaña antimonárquica (a lo Prestige o a lo NO a la Guerra)
y, una vez caldeado el ambiente, convocar el referéndum de
expulsión.
El
Rey lo sabe y calla, y otorga, y juega al papel de testigo protegido ante ese
separatismo (hablar de nacionalismo es una pretexto burdo) que se halla más
envalentonado que nunca a consecuencia de la dejación reanudada en el 81,
puesto que en realidad el todo vale nació en un pacto constitucional en el que
los nacionalistas se llevaron el plano del tesoro en forma de competencias
educativas. Unas competencias usadas por ellos durante más de veinte años, con
el mayor grado de inmoralidad posible y destinadas a crearse cada uno su propia
patria, su nación de diseño o su tribu con chaleco.
Todo
apunta a que el rey de España vive uno de sus peores momentos, él lo debe saber
de sobras porque algún político de primera fila y con coraje, como Rosa Díez,
se lo ha recordado recientemente en una carta abierta digna de alabanza. Pero
claro, Rosa vive amenazada de muerte y está convencida de que no le puede
ocurrir nada peor, lo cual ya es un dato que debería hacer reflexionar a
nuestro rey, dejarse aconsejar y pronunciarse al respecto.
A
partir del 82, los presidentes del Gobierno contemporizaron con la cuestión
monárquica. Felipe González sólo tenía un objetivo: Que los suyos trincaran y
perpetuarse en el trinque. Al socialista le traía al pairo la monarquía y la
suplantaba siempre que tenía ocasión, como cuando descendió por las escaleras
del Palacio Real en medio de los presidentes de EEUU y Rusia. Los ochos años de
Aznar fueron balsámicos para el monarca, que sabía a ciencia cierta que la
derecha jamás cuestionaría a la Corona. Pero Aznar, sin pretenderlo y con mucha
mayor nobleza de espíritu de la que le atribuye la izquierda sarmentosa,
cometió el mayor de los errores para alguien que quiso ser un patriota: Confió
toda su labor de gobierno a los buenos resultados económicos, a no robar personalmente
(no así unos cuantos de su partido) y a no cometer crímenes de Estado. Y
mientras en el parquet de las bolsas aprobaban su gestión y la economía
mejoraba a ojos vistas, las alcantarillas izquierdistas del Estado, sobre las
que el popular asimismo decidió pasar página del modo más torpe, prosiguieron
en su labor de zapa para llevar hacia el poder al hombre del traje gris y el
cerebro marengo.
Hoy,
tristemente, nuestro rey carece ya de esa autoridad moderadora que la
Constitución le atribuye y que él, como Jefe supremo de las Fuerzas Armadas, se
encargó de aplicar la noche del 23-F. No quiero hacer un juicio de intenciones
sobre el monarca, Dios me libre; al contrario, tiene todo mi respeto como
máxima representación de nuestra patria. Pero desde este lado del blog no dejo
de verle poco menos que maniatado en sus facultades moderadoras, y preocupado
quizá en no ser el último Borbón que reine en España. A pesar de ello, lo
cierto es que si a uno le quebrantan la patria sólo puede reinar sobre los
despojos y alzado en su propia falta de reciedumbre, virtud necesaria, cueste
lo que cueste, para mantenerla plena.
No
se trata de que comiencen a llegar a la Zarzuela ciertos componentes del
escalafón militar. Tampoco es necesario que aparezcan por allí, a hurtadillas,
intrigantes profesionales, empresarios periodísticos venidos a más o
pseudofascistas deseosos de crear partidos salvadores. Al contrario, ya estamos
bien como estamos a condición de que cada uno tenga lo que merece y lo que
determina la Ley. Pero no vendría mal una llamada de atención al hombre del
cerebro marengo para que deje de retozar con los separatistas. Lo que sí es
cierto, desde luego, es que después de leer la carta de Rosa Díez a nuestro
Rey, uno piensa que don Juan Carlos debería tener restringidos los abrazos,
sobre todo con quienes se acercan a él para salir en la foto y al mismo tiempo insisten
en despreciar cuanto representa nuestro Jefe de Estado.
Artículo elaborado el 17-11-2004
PD: Respecto al peligro de fractura de España, poco ha cambiado con el actual monarca
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