El escritor británico
Gerald Brenan, en su obra “El laberinto español”, describe cómo se encontraba
España al advenimiento de la II República, de ahí que dicho autor sea uno de
los escogidos para integrar esta serie. Créanme, amigos, no es sencilla la
selección de autores que hayan escrito con alguna objetividad –desde mi punto
de vista– sobre la desgraciada etapa republicana, y más si se tiene en cuenta
que la mayoría de los historiadores, antes y ahora, pertenecen a esa izquierda sectaria
que encierran la citada etapa en un mundo idílico que el fascismo masacró. Brenan,
con ciertos deslices que la historiografía posterior ha puesto al descubierto,
es de los que describen mejor, o menos mal, la situación de España en 1931.
Las
Cortes Constituyentes*
El cuadro que
presentaba España en el momento de la proclamación de la República no era muy
simple que digamos. El país estaba dividido horizontal y verticalmente en un
número de secciones mutuamente antagónicas. Para empezar, existía toda una
serie de movimientos por la autonomía local en Cataluña y entre los vascos, a
los cuales se oponía un bloque centralista, igualmente intransigente, en
Castilla. Éstos movimientos autonomistas, aunque tenían hondas raíces en la
historia de España, habían tomado recientemente un carácter de rebelión por
parte de los intereses industriales en España contra el gobierno de los
terratenientes. Así, el movimiento revolucionario de 1917 tenía fines paralelos
a la revolución liberal inglesa de 1832. Por otra parte, la espina dorsal del
centralismo castellano era el ejército, quien sacaba su fuerza de la clase
media propietaria de tierras que, a su vez, había sido la principal ganadora en
la abortada revolución liberal del siglo XIX. El ejército, naturalmente,
apoyaba a las otras fuerzas conservadoras que lo rodeaban, el rey y la Iglesia,
aunque en el caso de esta última había un límite a la ayuda que se le podía
prestar, dado el hecho de que las pretensiones de la Iglesia eran tan elevadas
que ningún cuerpo de opinión del país podía sostenerlas. La trayectoria propia
del ejército era anticlerical. Un rasgo ulterior fue la unión que mantuvo con
ciertos partidos políticos que representaban exactamente los mismos intereses
materiales e incluso las mismas familias que el ejército.
Las clases
trabajadoras estaban igualmente divididas en dos secciones: socialistas y
anarcosindicalistas. La diferencia era también, hasta cierto punto, de carácter
regional. Pero, aunque podemos afirmar con bastante seguridad que el
socialismo, en su conjunto, representaba al centralismo castellano y el
anarcosindicalismo al movimiento federal y autónomo del este y del sur, también
podemos sostener que el socialismo defendía al proletariado urbano y a los
empleados de comercio y el anarcosindicalismo a los labradores sin tierra de
los grandes latifundios, con la sola excepción (grande, ciertamente) de
Cataluña. Como ya hemos señalado más arriba, una solución agraria en España, si
semejante cosa fuese posible, reduciría al anarcosindicalismo a las dimensiones
de un movimiento puramente catalán. En una España socialista el
anarcosindicalismo catalán tendría las mismas relaciones con Madrid que la Lliga
y la Esquerra han tenido con los partidos monárquicos: aparecerían como movimientos separatistas catalanes.
Gerald Brenan
* Párrafos
seleccionados del capítulo 11 de “El laberinto español”, 1943
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