Desde su
nacimiento y a lo largo de los siglos Cataluña ha sido un territorio sin suerte
como consecuencia de una burguesía dominante y opresora, cuando no semi esclavista
a través de los siervos hereditarios de la remensa. Cataluña rara vez ha contado
con un gran político que mirase por el conjunto de la población, y ya no
hablemos de un estadista que gobernara en el presente de su época y pensara en
las siguientes generaciones.
Cataluña ha
poseído, eso sí, un posición estratégica envidiable entre dos grandes naciones
europeas, España y Francia, a horcajadas de las cuales ha cabalgado durante
varias centurias y se ha beneficiado mucho de ellas, hasta que la actitud
desagradecida de la clase cabecilla catalana, Pau Claris para más señas, hizo que
se perdiera una Cataluña francesa que el nacionalismo catalán aún reivindica
como si la pérdida hubiese sucedido ayer por la mañana.
No,
decididamente los catalanes no poseyeron casi nunca unos gobernantes capaces y
desprendidos para con el pueblo. Ni entonces, ni durante sus siglos de
existencia, ni muchos menos ahora que escribo estas líneas en junio de 2019. Lo
de Cataluña todo fue mirar a favor de lo que se define como las 200 familias
burguesas –otros hablan de las 400 familias–, a las únicas que les asistía el
derecho a mandar en el territorio y a disponer con quién y cómo se pactaba,
concertando matrimonios entre ellas a fin de perpetuarse en el disfrute de los
privilegios.
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