Desearía que los posibles
lectores de esta serie tuviesen en cuenta que las opiniones del británico Ford
corresponden a las de un aristócrata saturado de engreimiento –que va siempre
acompañado de desprecio hacia los demás– como consecuencia de que habían
transcurrido menos de dos décadas desde que los ingleses derrotaron al Imperio napoleónico
en toda Europa, circunstancia de la que presume a menudo a lo largo de su obra
–y de paso reprocha la ingratitud de los españoles por no reconocer lo
suficiente la ayuda en España del duque de Wellington–. Ford, simplemente, percibía
el mundo desde la óptica de un súbdito del Imperio británico en 1830, cuando ya
poseía la India, Australia, Canadá y otras muchas posesiones en África y Asia. De
hecho, los españoles no salieron bien librados en ninguna de las regiones de
España que Ford describió.
“Los fabricantes catalanes son
poco más que una pantalla, como lo demuestran Marliani [Manuel Marliani Cassens, Cádiz 1795-Florencia
1873. En 1833 el gaditano escribió la obra (en francés) “España y sus
revoluciones”] y todos los que entienden del tema; y no pueden cubrir ni
siquiera una tercera parte del consumo nacional. Si el número de telares que
poseen fuera cierto, España debiera consumir más del doble de algodón en bruto
del que realmente consume. Los catalanes son defensores del proteccionismo
total. ¿Y de qué les ha servido?
A pesar de concesiones y
protecciones, siguen siendo, como siempre, fabricantes de segunda en
comparación con los franceses e ingleses. Nuestro comercio con Barcelona, que
es la capital comercial de España, solía ser grande, pero ahora apenas existe,
aparte de enviar allí carbón y maquinaria, porque los franceses nos han
desplazado por completo; en realidad, muchos catalanes no son otra cosa que
agentes para el contrabando de productos franceses, que con frecuencia se
introducen con marcas falsificadas como si fueran de manufactura española. Si
se aboliera el sistema de prohibiciones, los intereses de estas dos partes [franceses
y catalanes] caerían por su propio peso.
Al norte de España, que de esta
manera queda herméticamente cerrado, se envía una tercera parte de todos los
productos franceses de algodón. Si se abriera el mercado y se diera la misma
oportunidad a todos, sin favorecer a nadie, Inglaterra, con sus productos más
baratos y mejores, se llevaría la mejor parte —hinc illae lacrymae! [¡por lo
tanto, esas lágrimas! O traducido a un lenguaje más corriente: ¡De qué se quejan!]—, y he aquí la razón de que estos intereses poderosos,
ricos, activos y bien organizados se opongan a toda mención de tratados
comerciales o cambios de tarifas. Una conspiración galo-catalana soborna a los
delegados del gobierno, falsifica sus informes, compra a la prensa venal
[sobornable], y por si nada de esto bastase, amenaza, como última ratio, con
una rebelión.
La Península entera sufre y está
empobrecida y desmoralizada por estas intrigas, porque una tarifa comercial es
el único remedio que podría sacar a este desventurado país de su actual estado
de impotencia y desesperanza financiera. Este cambio beneficiaría a España
infinitamente más que a Inglaterra, y, sin embargo, los enemigos monopolistas
repiten la vieja historia, tan vieja que data de Felipe IV, de que «el
comercio dorado» de España es de vital importancia para Inglaterra; y dicen que
somos nosotros los que insistimos en un tratado para salvar a nuestro pueblo de
la más completa penuria. Estas tonterías son difundidas por legiones de commis
voyageurs [vendedores ambulantes], caballeros que odian las hojas de afeitar,
la verdad y el jabón, y que ahora invaden España; porque para ellos sí que este
comercio es de vital importancia; pero Inglaterra, esa «nación de tenderos», no
envía viajantes de comercio a repartir comisiones, ni soborna periódicos; más
aún, se diría que la clientela española le pasa desapercibida a nuestros
principescos comerciantes [está bastante claro que Ford incurre a menudo en
ataques de soberbia a favor de los ingleses y de menosprecio al resto del
mundo].
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