miércoles, 9 de mayo de 2012

Al chaval de Telepizza



Hoy nuevamente, chaval de Telepizza, has estado a punto de irte derechito al hospital o, si me apuras, al cementerio. Al menos una vez –la que has estado a punto de chocar conmigo–, pero a buen seguro habrán sido varias más. Lógico: ahora adelantas a éste por la izquierda; después te saltas un semáforo en rojo y tres ceda el paso; antes habías zigzagueado entre diez coches y ocho camiones… En fin, hoy has salido bien librado; mañana… los hados dirán. Y, aunque me creas, tal vez decidan no serte tan propicios. 


¿Sabes cuál es el problema? Contra lo que se suele decir, no vivimos en un mundo acelerado: vivimos en un mundo en el que todo tiene que parecer acelerado, historia ésta bien distinta. Hay que aparentar tener prisa aunque no sea así; hay que recibir muchas llamadas de teléfono aunque no haya nada de qué hablar; hay que afectar estar constantemente ocupado aunque, realmente, uno no tenga nada que hacer. Y todo esto, chaval de Telepizza, se debe única y exclusivamente a que, como somos gilipollas a más no poder, es obligatorio que vayamos demostrando a diestro y siniestro el mucho éxito que tenemos en la vida. Y, como somos gilipollas a más no poder, creemos que el éxito se demuestra así: fingiendo estar atareados a todas horas; simulando tener histérica prisa en ir de acá para allá; aparentando recibir muchas llamadas todas ellas muy importantísimas a cualquier hora en el terminal más moderno que “haiga” en el mercado. Y aquí, chaval de Telepizza, entras tú en escena.

Como el personal no concede un segundo de tregua –no vayamos a pensar que es un fracasado con tiempo libre– la pizza que ha pedido para zampar mientras ve la ñoñería de Crepúsculo tiene que estar en su casa aún antes de haberla encargado. La misma exigencia tienen tus jefes, no sea que el pedido en lugar de cinco minutos tarde diez y el ansioso cliente, que tiene que demostrar que su lucha contra el tiempo es asunto de vida o muerte se pase a la competencia. Y claro, pasa lo que pasa: sales a jugártela en frenética carrera por arañarle unos míseros segundos al reloj. Pero la vida en ocasiones es puñetera de narices y sacude unos guantazos de categoría, guantazos que bien pueden ser en forma de sesos escapándose de una cabeza rota. Concretamente de tu mismísima cocorota, chaval de Telepizza. 

Si esto sucediese, si te dejases la cabeza debajo de las ruedas de un autobús, los jodidos no serán ni el exigente cliente ni tu jefe con sus malditos apremios, colega. Serán tus padres quienes lloren las lágrimas que nunca tendrían que haber llorado; serán tus amigos quienes no se corran contigo las juergas que teníais por delante; será la morena del bar quien se arrepienta de haberte dado calabazas con lo simpático que eras; serás tú quien no tenga la oportunidad de dar todos esos besos que todavía no has dado y que ya nunca darás –y ten presente que el mejor beso es el que aún está por venir–; serás tú quien, en definitiva, gane plaza fija en un nicho mirando a la eternidad y purgando perentorias gilipolleces en buena parte ajenas a ti. 

Bueno, chaval de Telepizza, escrito queda este rollo al que en el hipotético caso de que lo leyeses no le harías ni puto caso. Tampoco lo pretendo, pues sé que comes y fumas todos los días, que la pasta hace falta, que no están los tiempos para chorradas y que con veinte años uno sabe que es invencible, invulnerable e inmortal: lo de morirse es una putada que siempre le pasa a otros. Además, aunque quisiese no sabría darte una solución: una cosa es diagnosticar y otra estar en posesión de las respuestas y bastante tengo con ponerme los calcetines a juego todos los días. Sólo espero, acaso, un poco de indulgencia por tu parte y que la próxima vez que estemos a punto de chocar tu desahogo no vaya más allá de un “¡Coño! Ahí va el tocapelotas de Batiburrillo”.

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