Hoy
nuevamente, chaval de Telepizza, has estado a punto de irte derechito al
hospital o, si me apuras, al cementerio. Al menos una vez –la que has estado a
punto de chocar conmigo–, pero a buen seguro habrán sido varias más. Lógico:
ahora adelantas a éste por la izquierda; después te saltas un semáforo en rojo
y tres ceda el paso; antes habías zigzagueado entre diez coches y ocho
camiones… En fin, hoy has salido bien librado; mañana… los hados dirán. Y,
aunque me creas, tal vez decidan no serte tan propicios.
¿Sabes
cuál es el problema? Contra lo que se suele decir, no vivimos en un mundo
acelerado: vivimos en un mundo en el que todo tiene que parecer acelerado, historia ésta bien distinta. Hay que aparentar
tener prisa aunque no sea así; hay que recibir muchas llamadas de teléfono
aunque no haya nada de qué hablar; hay que afectar estar constantemente ocupado
aunque, realmente, uno no tenga nada que hacer. Y todo esto, chaval de
Telepizza, se debe única y exclusivamente a que, como somos gilipollas a más no
poder, es obligatorio que vayamos demostrando a diestro y siniestro el mucho
éxito que tenemos en la vida. Y, como somos gilipollas a más no poder, creemos
que el éxito se demuestra así: fingiendo estar atareados a todas horas;
simulando tener histérica prisa en ir de acá para allá; aparentando recibir
muchas llamadas todas ellas muy importantísimas a cualquier hora en el terminal
más moderno que “haiga” en el
mercado. Y aquí, chaval de Telepizza, entras tú en escena.
Como
el personal no concede un segundo de tregua –no vayamos a pensar que es un
fracasado con tiempo libre– la pizza que ha pedido para zampar mientras ve la
ñoñería de Crepúsculo tiene que estar en su casa aún antes de haberla
encargado. La misma exigencia tienen tus jefes, no sea que el pedido en lugar
de cinco minutos tarde diez y el ansioso cliente, que tiene que demostrar que
su lucha contra el tiempo es asunto de vida o muerte se pase a la competencia. Y
claro, pasa lo que pasa: sales a jugártela en frenética carrera por arañarle
unos míseros segundos al reloj. Pero la vida en ocasiones es puñetera de
narices y sacude unos guantazos de categoría, guantazos que bien pueden ser en
forma de sesos escapándose de una cabeza rota. Concretamente de tu mismísima
cocorota, chaval de Telepizza.
Si
esto sucediese, si te dejases la cabeza debajo de las ruedas de un autobús, los
jodidos no serán ni el exigente cliente ni tu jefe con sus malditos apremios,
colega. Serán tus padres quienes lloren las lágrimas que nunca tendrían que
haber llorado; serán tus amigos quienes no se corran contigo las juergas que
teníais por delante; será la morena del bar quien se arrepienta de haberte dado
calabazas con lo simpático que eras; serás tú quien no tenga la oportunidad de
dar todos esos besos que todavía no has dado y que ya nunca darás –y ten
presente que el mejor beso es el que aún está por venir–; serás tú quien, en
definitiva, gane plaza fija en un nicho mirando a la eternidad y purgando
perentorias gilipolleces en buena parte ajenas a ti.
Bueno,
chaval de Telepizza, escrito queda este rollo al que en el hipotético caso de
que lo leyeses no le harías ni puto caso. Tampoco lo pretendo, pues sé que
comes y fumas todos los días, que la pasta hace falta, que no están los tiempos
para chorradas y que con veinte años uno sabe que es invencible, invulnerable e
inmortal: lo de morirse es una putada que siempre le pasa a otros. Además,
aunque quisiese no sabría darte una solución: una cosa es diagnosticar y otra estar
en posesión de las respuestas y bastante tengo con ponerme los calcetines a
juego todos los días. Sólo espero, acaso, un poco de indulgencia por tu parte y
que la próxima vez que estemos a punto de chocar tu desahogo no vaya más allá
de un “¡Coño! Ahí va el tocapelotas de Batiburrillo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios moderados.