Salvo la cornisa Cantábrica (una
asignatura pendiente que espero aprobar antes de irme al otro barrio), creo que
conozco bien el resto de España, incluidos los dos archipiélagos, en los que he
residido varios años de mi vida en cada uno de ellos. Respecto a la Península, aclaro
que he pasado varias décadas en Cataluña, territorio que me he pateado a fondo,
más de 15 años en la Región de Murcia, 2 años en Aragón, más de 1 año en Madrid, en
diversas etapas. Y numerosos viajes por Andalucía, Extremadura y las dos
Castillas, a veces con estancias de varias semanas. Se me quedó un recuerdo muy
especial de tres ciudades: Salamanca, Sevilla y Barcelona, si bien esta última
no va a ser fácil que vuelva al esplendor de otros tiempos mientras esté
sometida a una ideología tan despótica.
Lo anterior no es presunción de
nada, aunque cuántos quisieran, me refiero sobre todo a esos catetos
nacionalistas que se consideran el ombligo del mundo, cuyo rasgo más destacado
es que solo saben hablar de sí mismos y de lo mucho que los maltrata España:
¡Nada más falso que ese maltrato victimista! Sin embargo, cuanto más te
alejas de esos territorios “diferenciados”, más cuenta te das de que los
nacionalistas se asemejan a la gente de un barrio, del que apenas salen y
encima mantienen unas costumbres muy cerradas, pero que presumen a todas horas de
ser unos auténticos cosmopolitas. Es normal, la falsedad ha envuelto siempre a
todo nacionalismo identitario.
España es una maravilla por sus
cuatro costados, simplemente lo tiene todo: Variedad paisajística y climática, tradiciones
muy vistosas –pongamos la Semana Santa–, cuantioso arte universal en cada una
de sus provincias –ninguna de las cuales carece de tres o cuatro museos admirables
y más de una catedral que impresiona–, posee una de las mejores gastronomías del
mundo –la mediterránea–, luminosidad suficiente para transmitir alegría, playas
infinitas de mar transparente –estoy pensando en Fuerteventura–, es uno de los primeros países en
calidad de vida y la segunda nación en longevidad –muy cercana a la de Japón–. Si todo
lo anterior viene rematado por un glorioso pasado lleno de gestas y
heroicidades que pocas naciones poseen, en el que se incluye una lengua
universal, el español, con casi 600 millones de hablantes, que además progresa
a un ritmo frenético y se espera que en 2045 llegue a ser el más hablado del
mundo, incluso por delante del chino… ¿qué más se puede pedir?
Sí, se puede pedir el sentido
común suficiente para que en las cercanas elecciones nuestro voto se decida a
favor de España, a favor de conservar y mejorar una patria que puede acabar
deshilachada en 17 nacioncitas si las diversas manadas nacionalistas son
imprescindibles para que gobierne un social-sanchismo tan farsante junto a los comunistas
podemitas, cuyos programas, confesados o no, consisten en arrasar lo que tanto
ha costado crear a nuestros antecesores a cambio de imponer una política opresiva en
cuanto a la libertad individual, en contra de la única economía que funciona, la liberal y, de paso, aplicar dos leyes aberrantes, la de ideología de género y la de memoria histórica. Luego
solo puede votarse a favor de España para que siga unida y tan digna de asombro
en su diversidad.
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