Al contrario de
esos países de primera fila cuya unidad jamás cuestionan sus habitantes, España
es una nación cargada de problemas que necesita una gran causa común para
sobrevivir y comenzar a dejarse de despropósitos separatistas y lamentos
pedigüeños de los que no poseen demasiada afición a doblar el lomo, y que cada
cual asigne las regiones españolas que considere oportunas tanto al grupo de
los pedigüeños como al de los vagos.
España no ha
estallado ya en mil pedazos porque la mayoría de los españoles debemos ser de
una pasta especial y, desde luego, porque hace tiempo que nos tomamos cualquier
arbitrariedad a cachondeo, por muy marcada que ésta sea. Pero todo tiene un
límite y en algunas regiones no andan muy lejos de superarlo, como consecuencia
de la falta de un principio fundamental en cualquier nación: el de la autoridad
del Estado. Evidentemente no hablo de ese Estado opresor y aficionado al
latrocinio que tanto nos repele a los liberales, sino de un Estado si se quiere
mínimo, cuya misión esencial es cumplir y hacer cumplir las leyes.
En tal aspecto,
las situaciones más calamitosas se sucedieron a lo largo de la historia de
nuestro país, sobre todo durante los siglos XIX y XX, cuando durante décadas el
poder político fue precisamente de origen democrático y ello no impidió el abuso
persistente de ese poder y de las fechorías partidistas, sin que el pueblo
reaccionase a tiempo ni supiese organizarse para evitarlo, creándose un vacío
democrático en la sociedad civil que jamás ha logrado evitar los desmanes de su
clase dirigente. Un vacío que llega hasta nuestros días, cuando a los
ciudadanos les resbala el tema de la cosa pública y se subrogan a favor de los
partidos políticos para que se lo solucionen todo, desde la cuna a la
sepultura. No existen grupos de presión con alguna actividad intelectual
destinada a expandir la cultura democrática y a imbuirnos a todos un respecto
al planteamiento clásico: “¿Qué puedes hacer por tu patria?”. Y los grupos de
presión existentes, se manifiestan usualmente a favor del poder: Periodistas, profesores
universitarios, sindicalistas, ONGs, gays y lesbianas, feministas, o los sedicentes
artistas e intelectuales, también conocidos como "zejateros", se limitan a ocuparse de su propio beneficio y
huyen como de la peste a la hora de expandir una conciencia ciudadana limpia,
no partidista.
Solamente un estamento, el militar, durante
los siglos citados acabó a menudo por rebelarse ante esas arbitrariedades. Y lo
que es peor, lo hizo usualmente tarde y mal, mediante pronunciamientos, golpes
de estado y guerras civiles. Por otra parte, la institución monárquica casi
nunca se ha pronunciado ante las crisis más graves, dejándose llevar a remolque
de los acontecimientos. ¡Lamentable!
Durante los
siglos anteriores al XIX y XX, España poseyó dos poderosas razones para
mantener “entretenida” a su población y atada, en el mejor de los sentidos, al
logro de misiones trascendentales: La larga etapa conocida como la Reconquista,
negada como tal por algunos, y acto seguido la construcción de un gran Imperio,
habitualmente declarado genocida por los mismos que niegan la Reconquista. En
ambas causas nacionales, de las que junto a la guerra contra el francés
cualquier nación se sentiría orgullosa al significar unas gestas inmensas, los
antecesores de quienes hoy niegan su españolidad desempeñaron papeles
brillantísimos. Me refiero a los vascos, los catalanes y los gallegos,
abanderados las más de las veces del esfuerzo restaurador del solar patrio y de
la construcción imperial, que es como debe llamarse al descubrimiento y
conquista de enormes territorios en varios continentes. Y ello fue así, tal
cual, por muy denigrada que en la actualidad aparezca la palabra “Imperio”.
Finalizaron los
siglos de las grandes causas, con unas regiones españolas empobrecidas como
consecuencia de la dejadez ancestral que cayó sobre ellas, más otros
territorios no tan pobres pero sí muy despechados ante la pérdida de enormes
mercados comerciales. La España del XIX no es que fuese de dos velocidades, es
que podía tirarse una línea directamente sobre el Ebro y todo lo que quedase a
la izquierda de esa línea simplemente malvivía en un mundo rural de jornaleros
y caciques, salvo un pequeño núcleo en la zona centro, todo hay que decirlo,
correspondiente a un Madrid aún sin industrializar la periferia, que le daba en
parte la razón a los que todavía acusan a la capital de vivir a costa de las comunidades
más laboriosas. Acusación que entonces tenía algún sentido, pero que hoy es un
disparate mayúsculo.
Y comenzó a
balbucear algo nuevo: la democracia. De inmediato se formaron dos grandes
corrientes políticas, liberales y absolutistas, que en el transcurso de los
años vinieron a evolucionar en liberal-conservadores, de un lado, y liberales
constitucionalistas, algo más a la izquierda. Ambas facciones fueron turnándose
a lo largo de todo el período que se conoce como la Restauración, dejando
siempre fuera de cualquier opción de gobierno a la derecha autoritaria, representada
por el Carlismo, y a la izquierda radical, constituida entonces por minorías
republicanas o de izquierdas revolucionarias, como los anarquistas y el PSOE,
formación inicialmente marxista nacida el año 1879, cuyo ideario no abandonó
hasta los tiempos de Felipe González.
En este encaje
tan definido de unos partidos políticos que apenas innovaron nada durante
décadas y que ralentizaron la modernización de España, las regiones al norte
del Ebro, ahora liberadas de aportar sus mejores hombres a la acción nacional y
a las grandes causas, se sintieron postergadas en la política del Estado, muy
especialmente los catalanes a causa de su gran dificultad para la oratoria en
castellano y el lucimiento en las Cortes, donde era preciso poseer una gran
elocuencia si se aspiraba a triunfar en la política. Fruto de ese desdén que
aseguraban sentir los políticos procedentes de unas regiones caracterizadas por
su mayor iniciativa comercial y riqueza, comenzaron a surgir los movimientos
regionalistas. Los catalanes y vascos, en menor medida los gallegos, no
acababan de saber integrarse en la política nacional, luego la inquietud por la
actividad pública se orientó a la creación de formaciones locales basadas en la
reivindicación y la lengua. Había nacido el nacionalismo, inicialmente catalán
y luego copiado por los hermanos Arana, que inventaron un pasado vasco que
nunca existió, al que además le añadieron abundantes dosis de racismo.
Y así hemos
llegado hasta nuestros días, en los que España carece de proyecto unitario
alguno, salvo el de la improvisación diaria de los que mandan para mantenerse
en el poder mediante el método de “aquí vale todo” —caso claro cuando manda el
socialismo—, de modo que las grandes causas de siglos pasados —Reconquista e
Imperio, Guerra de Independencia — no se han sabido trocar en espíritu de
modernidad, educación de calidad, creatividad, excelencia profesional,
investigación, patriotismo, justicia, libertad, solidaridad… y tantas otras
metas que una nación cuyo gobierno se vista por los pies debe tener siempre muy
presente. Al contrario: Educación de calidad, patriotismo y solidaridad, por
citar tan sólo tres posibles grandes metas nacionales, son reivindicaciones
risibles que mueven a guasa y a tachar inmediatamente de fascistas a los que
las propongan. ¡Qué es eso de igualdad ante la Ley, qué disparate!
Sin embargo,
desde hace años hay tres regiones españolas —acaso irán en aumento— cuyo
respeto a las leyes que no les convienen es manifiestamente mejorable. Mentar
en esas regiones el cumplimiento de la Constitución y las leyes que de ella se
derivan es poco menos que exigirles un confesión de algo que están muy lejos de
sentir, el patriotismo hacia España, cuya bandera prefieren omitir en los
edificios públicos e incluso a veces trocarla por otra de carácter
independentista.
Si yo tuviese
que seleccionar un problema y marcarlo como el “más grave”, es decir, el más
desestabilizador para la convivencia entre los españoles, seguramente escogería
la situación política catalana, que me parece aún peor —fíjense con qué la
comparo— que esa dictadura racista incrustada en el País Vasco. Una noticia
reciente así lo demuestra. El titular de Libertad Digital es este: "La Generalidad aprueba que se expediente a un mosso por escribir en castellano".
Y añade que Ciudadanos lo considera totalitarismo.
Artículo
revisado e inédito, elaborado el 29 de marzo de 2008
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