Según van pasando los días del atentado en la T-4 de
Barajas y nos llegan nuevas imágenes del enorme estrago ocasionado —catalogado
ya por algunos en el exterior como nuestra “Zona Cero”—, se acrecienta el
horror por el descomunal estado ruinoso
del edificio, a la par que se le hiela a uno la sangre sólo de pensar qué hubiera
podido ocurrir de no haber sido desalojado a tiempo. No, no quiero ni suponer
la hipótesis de que los perturbados y sanguinarios terroristas hubiesen
decidido no avisar, circunstancia que podría llegar a darse a la desesperada,
en cualquier momento, como consecuencia de hallarnos ante una banda de alimañas
cuyos sicarios carecen de toda consideración frente a la vida.
Las ruinas de la T-4, que dicho sea de paso nadie podrá dejar
de asociarlas en el futuro a la nefasta gestión de Zapatero en un asunto tan serio
como es el terrorismo, alegorizan de algún modo el derrumbe de una patria —y de
sus valores éticos— cuyo máximo dirigente político prefiere desconocer. No me
extraña, pues, que el mismo individuo que no dudó en ir a Barajas a inaugurar
una obra prácticamente concluida por el anterior gobierno del PP, se haya
resistido hasta hoy mismo a que le retratasen con el ruinoso panorama de fondo.
Es preciso apuntar, respecto a las reacciones de Zapatero ante la tragedia, que
nos las habemos frente un apático reincidente, ya que se comportó del mismo
modo en el incendio de Guadalajara, donde al final llegó tarde y casi de
madrugada al objeto de evitar la presencia de los afectados. Claro que el año
anterior aún lo había hecho peor: ni se molestó en bajarse del yate en Menorca
para acudir a Andalucía, donde dos de sus provincias se habían calcinado.
¿De dónde viene una forma de gobernar tan despreciable?
Hagamos un poco de historia: “España no la va a conocer ni la madre que la
parió”, fue una frase pronunciada en su día por Alfonso Guerra. Con ella
pretendía aludir a lo mucho y bueno que le depararía el futuro a nuestra patria
tras un período de gobierno socialista. Pero no resultó ser así, a pesar de los
trece años y medio en el poder y de contar inicialmente con la ilusión de la
inmensa mayoría de los españoles: un enorme manto de corrupción, inmoralidad y
crimen de Estado cayó sobre esa España que se había vaticinado como
irreconocible en lo bueno. Al contrario, se malversó toda la ilusión y se
aportó como resultado más destacable un paro galopante para millones de
personas y unos gobiernos autonómicos sumamente decepcionados o dejados al albur
de unos nacionalistas que, sin freno alguno del poder del Estado y sin
referente moral, iniciaban ya el despegue hacia el totalitarismo que ahora
practican.
Acaso se dijeron los nacionalistas que si eran válidas la
guerra sucia y las corruptelas del gobierno del Estado, muchas de cuyas fechorías
iban quedando impunes, lo lógico es que valiesen para todos, es decir, también para
ellos. Concluyó así, en pleno descrédito del gobierno de la Nación, cualquier
atisbo de lealtad más o menos disimulada hacia España. Fue un nuevo 98 de
carácter interno, sin pérdida de colonias pero sí del espíritu que una patria
precisa para sentirse orgullosa de sí misma. A partir de ahí, como consecuencia
de las dos últimas legislaturas en minoría socialista, que supusieron el apoyo catalán
y vasco, prestado gustoso a cambio de..., se abrió el melón del separatismo y
la Constitución española comenzó a recibir cargas de profundidad en, al menos,
tres comunidades autónomas.
A continuación llegó la bonanza económica del PP, y con
ella su incapacidad manifiesta para recuperar el sentido del Estado, lo que
podía haber logrado con suma facilidad mediante el rescate y blindaje de la
separación de poderes. Pero no fue así, sino que le siguió un largo período de
agitación socialista, en el que se magnificó cualquier circunstancia o accidente
que sirviese para convulsionar al gobierno de Aznar. Finalmente llegó el 11-M,
que acabó por devolver el poder a los socialistas y a decidirles a emprender,
respecto a la banda de asesinos etarras, justo la política contraria de sus
antecesores en el gobierno.
Había que probar algo nuevo, quizá el trapicheo
disfrazado de acuerdo. Lo que fue GAL en tiempos de Felipe o lo que se
caracterizó por el cumplimiento estricto de la Ley en la era Aznar, pasó a ser
un primoroso desistimiento político y moral a lo largo de todo el mandato de Zapatero.
La connivencia con los asesinos, probablemente anterior a las elecciones de
2004, las conspiraciones a dos o tres bandas —Carod incluido—, el mercadeo de
cesiones por parte del Estado, el mirar hacia otro lado para que un partido
ilegalizado pudiese presentarse a las elecciones, y tantas y tantas bajezas de
quienes debían velar por la seguridad de todos, no son más que los antecedentes
del tremendo atentado de Barajas. Algo que estoy convencido que se ha producido
porque incluso los criminales de la ETA se han sentido engañados.
Un atentado que debería poner punto final a la actitud
complaciente de Zapatero con el submundo del terror, pero esa actitud no parece
desprenderse de las palabras pronunciadas hoy mismo, a pie de masacre. Si bien
es cierto que en esta ocasión no ha llamado “hombres de paz” a los pistoleros,
lo cual sería el colmo de la idiocia. Un atentado, el de Barajas, que debería
haberle dejado claro, definitivamente, la imposibilidad de pactar con los que
usan una escala de valores tan alejada de la democracia y del respeto a la
vida. No sé si Zapatero, a la postre, volverá a asumir la responsabilidad de
cualquier gobernante digno y decidirá aplicarles todo el peso de la Ley a los
que no son más que sabandijas. No lo sé.
Lo que sí sé es que mientras persista en la misma actitud
que ahora, es decir, usando paños calientes y falsedades como política
gubernamental frente al terrorismo, no podré sustraerme a la idea de que él,
ZP, posee una escala de valores no demasiado alejada de los tipos de la Parabellum
y el coche bomba. Una escala de valores
en estado ruinoso, por mucho que en sus palabras, siempre de contenido hueco y sin explicar jamás cómo piensa acometer la tarea, aparezcan frases semejantes a
esta: "la energía y la determinación que tengo para ver el fin de la
violencia y alcanzar la paz es hoy, aún si cabe, mucho mayor". Lo que me
recuerda sus muchas promesas electorales que se han llevado el viento,
comenzando por: “Aquí habrá toda el agua que haga falta”.
La regeneración de España es más imprescindible que nunca.
Hay quien habla ya de una nueva “Reconquista”, en este caso de la honradez. Y
también hay quien no omite la obligación ineludible de un segundo período
constituyente. Sea como sea, recuperar la decencia de la Nación española se ha
convertido en una necesidad angustiosa, en la fuerza que muchos necesitamos
para arrojar del poder a los déspotas. Pásalo e inclúyelo en el espíritu de tu
siguiente voto.
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