En algunas ocasiones, el mal uso prolongado del
lenguaje aleja a ciertos vocablos de su significado original y acaba dándole un
sentido antónimo, tal es el caso de la palabra “álgido”, que inicialmente representaba
lo más frío de un cuerpo o de una situación y que hoy viene a expresar el
momento más candente e incluso emotivo.
Nada se puede hacer, ni vale la pena intentarlo,
ante la fuerza de la inercia idiomática popular. Quizá sea lo mejor aceptar con
resignación el nuevo significado de esas palabras y desear que no le pille a
uno la ambigüedad que en ocasiones encierran. ¿Cómo se conoce a priori si el
usuario de “álgido” tiene la intención de envolver el término en frío o en
calor? Es posible que nadie sepa a qué atenerse cuando se le diga que sus
escritos, por ejemplo, representan un nivel álgido de... lo que sea. Podría
darse el caso de que alguno llegase a creer que ha sido ensalzado, cuando en
realidad se le puede haber denigrado más o menos veladamente.
Desde luego, no es plan de preguntarle al
interlocutor si nos habla en euros o en dólares, es decir, si nos quiere
halagar mediante la acepción actualizada de “álgido” o bien pretende arrojarnos
al averno del desdoro, puesto que ha aplicado el concepto clásico. Como la
sutileza humana no tiene límites, está claro que si le preguntásemos qué ha
querido decir con lo de “álgido”, en lugar de escuchar un repique de campanas
que alegre nuestro ego, cuyo sonido a veces es tan apetecible, correríamos el
riesgo de encontrarnos con una respuesta cargada de desprecio: “En su caso,
señor mío, la moneda ha caído de canto, ni son euros ni son dólares, ni frío ni
calor, usted es simplemente un mediocre al que no se le puede aplaudir ni
censurar, sino ignorar con tibieza”.
Al margen de la anécdota, que no hace más que
intentar demostrar la veleidad de las palabras impropiamente usadas, hay
cuestiones clamorosas que no podemos pasar por alto y que es obligado recordar
a menudo para combatirlas dialécticamente, aunque sólo sea con la intención de
evitar que se degraden del mismo modo que le ocurrió a “álgido”. Por ejemplo:
Si cuando a un hombre que atenta contra su semejante, y éste por desgracia
acaba muerto, le llamamos homicida, por esa misma regla de tres es evidente que
al asesino del progreso se le debería llamar progricida. Repitámoslo:
Pro-gri-ci-da. Pues no, en realidad no ocurre así por extraño que parezca, la
regla no siempre se cumple.
Una parte de la sociedad, toda ella sedicente
(comunistas, socialistas, populistas, nacionalistas y algún “ista” menor,
coloreado de alfalfa y relacionado con el entorno más rústico), parece haberse
puesto de acuerdo para dos cosas: 1. Para formar una coalición que derribe
impetuosamente al PP (ya veremos si ese mismo ímpetu usado en el derribo lo
utilizan para construir en libertad) y 2. Para denominar progresista a quien
suele practicar hábitos antónimos al progreso y a la libertad (el mayor de los
progresos) y además se guarece en una catacumba social-siniestra. La catacumba,
término mucho más acorde con los sedicentes, se nos muestra como un espacioso y
laberíntico subterráneo (una madriguera adosada para cada secta) donde al
progreso, antes de asesinarlo, se le ha raptado, amordazado, dejado a pan y
agua (a veces sin pan) y torturado hasta volverlo irreconocible.
Más tarde, encubriendo los de la catacumba el hecho
de que sólo poseen un cadáver (a veces embalsamado como la momia de Lenin),
además de pedirnos tumultuariamente que formemos largas filas para
reverenciarlo (como una especie de ensayo general del desabastecimiento
venezolano), nos corean a todas horas que no es posible que el progreso ofrezca
mejor color en sus mejillas puesto que los malditos liberales se resisten a que
tome el sol en los enormes latifundios improductivos (algo que no se da en
España desde los tiempos de Roma o desde la peste negra del siglo XIV) o pueda
regenerar debidamente su vitalidad (menos horas, más salario) en las cadenas de
montaje de las multinacionales, sociedades ávidas de explotar al trabajador
(según pregonan) y ansiosas por llevarse la sangre obrera a las islas Cayman.
Si se prosperara o prosperase, mejor recalcar la
doble potencialidad de un espejismo que nunca ha sido real con la izquierda en
el poder (la socialdemocracia nórdica es algo bien distinto), los de la
catacumba dirían que es gracias a la puesta en práctica del deseo o afán que
subyace en la sociedad toda. Una sociedad que siempre otorga sus votos de modo
instintivo (dicen) a ideas altruistas destinadas al bien común que ellos
representan como nadie. En realidad, lo que mejor representan en un escenario auténtico,
aparte de una corrupción que nunca comienza en el pueblo llano, es el milagro
de la conversión o mudanza de conceptos: Las promesas de ayer se convierten en
los impuestos de hoy, con multitud de funcionarios para recaudarlos, entre los
que, ya se sabe: Todo cargo “progresista” corrompido es susceptible de volver a
corromperse.
La secta progricida no acepta que influya para nada
en el sufragio del pueblo la calumnia continuada que usan, a la que llama libertad de
expresión, con la que apedrea metódicamente al rival, considerado siempre su
enemigo irreconciliable. A efectos del voto, tampoco admite que ciertas personas se enganchen a
sus filas mediante la subvención a los cuatro vientos (cuyo modelo estándar es
el fraudulento PER) en aquellas comunidades que controla, donde derrocha unos
recursos que todos aportamos y que no sirven, en absoluto, para que esas mismas
comunidades se sumen al progreso. Finalmente, relacionado con el
número de votos conseguidos, la siniestra jamás confiesa la realidad de sus
conspiraciones mediáticas y acaba culpando al partido rival de haberse
aprovechado de las manifestaciones espontáneas.
Cuando la sociedad se empobrece porque los
progricidas aplican durante una larga etapa su filosofía de no hacer ni dejar
hacer, inevitable oráculo de toda izquierda que se sustenta en un Estado
aspirina y complaciente, la culpa será siempre del liberalismo residual y
trasnochado, que con gran fuerza retrógrada suele anticiparse al progreso,
valga la trilogía de términos que expresan movimiento o recorrido. Movimiento
que, cuando los progricidas llegan al poder, se asemeja a la forma de esas
palmeras de fuegos artificiales donde cada punto luminoso busca un destino
concreto e invariable: El cargo público o el subsidio a costa de la
Administración.
Si progricida no fuese una palabra de dicción un
tanto dificultosa (aunque todo es cuestión de practicarla), habría sobradas
razones como para proponer que a esos de la catacumba se les aplicase con
rigor, a modo de marchamo identificable, igual que se hace para reconocer a los
chorizos y otros embutidos de dudoso contenido, con frecuencia indigeribles.
Decididamente, el término progresistas no nos vale para reconocerles, viene a
ser como el “álgido” del inicio de este artículo y en ellos significa lo
contrario de lo que practican.
De todos modos, liberticida sí es una expresión
pronunciable, o al menos más popular, y a muchos siniestros les cuadra a las
mil maravillas, sobre todo a los nacionalistas.
Artículo revisado e inédito, elaborado el 15 de abril de 2004
PD: Hoy en día, con la aparición de los ultraizquierdistas de Podemos (gente 'progresista' en estado puro), más las numerosas franquicias que el "Coletas" ha ido bendiciendo por toda España, nuestro panorama político ha quedado abierto a un progreso casi absoluto. De ahí que si estos progres llegan al poder, nuestra dicha será inmensa, porque entonces tendremos garantizado el mismo estado de bienestar que ahora disfrutan en Venezuela, modelo político referencial de los podemitas. ¿O no?
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