Al objeto de considerar expansionista o
no al nacionalismo vasco (el ejemplo sirve para cualquier otro nacionalismo),
es obligado referirse también a su fundador, Sabino Arana Goiri, inmaduro y
singular personaje fallecido a los 38 años cuyos textos, alguno de ellos
perfectamente homologable al “Mein Kampf”, afirman que “Euzkadi” (con Z de
nazi) fue independiente hasta bien entrado el siglo XIX. Además esos escritos propugnan,
entre otras lindezas xenófobas, la inferioridad ostensible de los maketos
(españoles) y la expulsión de éstos del territorio “bizkaino”: Quítate tú para
ponerme yo. Si a eso no se le llama expansionismo, o algo mucho peor, que venga
Dios y lo vea.
Naturalmente, el nacionalista vasco de
hoy, que no repara en bautizar calles, plazas, fundaciones, edificios, premios,
etc., con el nombre del fundador de PNV, procura evitar la difusión de los
textos íntegros sabinianos y nos obsequia a menudo con una simple antología que
omite lo más negro de su pensamiento o que lo justifica —incluido el simplismo
de que era la mentalidad de la época— mediante los siguientes argumentos:
“La enseñanza pública pasó a ser
atribución del Estado”. “Se desarrolló un proceso de industrialización que
atrajo a numerosa mano de obra española” (...) “que no experimentó ningún proceso de integración
en la cultura y mentalidad vascas”. “Se encontró Bizkaia con la primera
inmigración importante que había tenido lugar en su territorio en varios
siglos. Ya que el ordenamiento foral (recientemente abolido tras la última guerra
carlista) había supuesto, al menos desde la Edad Media, una fuerte
restricción en la admisión de extranjeros, a los que se les había exigido
pruebas de nobleza, que le estaba reconocida por el Fuero a todos los
habitantes del Señorío”. Lo dicho, todos nobles y arcangélicos.
Los argumentos que hoy nos ofrecen los
nacionalistas vascos para exculpar a su ideólogo (se anotó una pequeña muestra,
ya que son abundantes y todos similares), como vemos, son de una penuria
intelectual tan acusada que parece mentira que ellos mismos no la adviertan y
no busquen otras razones, incluyendo el derribo del “tótem” (el nacionalismo
catalán no lo posee), que les haga aparentar ser un poco más demócratas y
creíbles y un poco menos racistas y totalitarios.
Nótese, finalmente, que el nacionalismo
precisa la conquista de su Arcadia particular (donde todos serán nobles tras
recuperar los fueros) como si se tratase de una medicina vivificadora. Una
Arcadia que en teoría jamás será definitivamente alcanzada, pues siempre habrá
un más allá que reivindicar. El nacionalismo en general no puede soslayar el
expansionismo, está obligado a ello si no quiere perecer de inanición o, lo que
es aún mucho peor, de un ataque de democracia. La ansiedad por conquistar
“derechos” y territorios la lleva inscrita en la “filosofía” de su proclamada
superioridad. En el caso vasco, patentemente, se adivina toda una trayectoria:
Primero el Estatuto, luego el deseo de independencia, más tarde el estado
denominado Euskal Herria, a continuación la totalidad del Imperio del rey
Sancho o un poco más... Y así, sin término alguno a su expansión —permítase el
sarcasmo—, hasta encontrarse con los rusos de un lado (el Volga) y los aliados
del otro (Normandía).
La sabia Historia nos enseña que entre
finales del siglo VII y principios del VIII, ¡y ha llovido!, existió un
iluminado que con ideas teñidas de religiosidad “prestada” (judaísmo y
cristianismo), si bien no demasiado alejadas del nacionalismo de hoy (la
promesa de los paraísos terrenal y celestial), llevó a los árabes a convertirse
en amos de medio mundo. El Imperio islámico, posiblemente el único nacionalismo
que llegó a controlar gran parte del planeta sin encontrar la horma de su
zapato, cuando cesó de expandirse (por ingobernable) fue incapaz de buscar la
regeneración ideológica que precisaba para su supervivencia como una religión
compasiva, y ello motivó, como es bien sabido, que el correr de los siglos le
haya conducido a ese submundo de tiranías, petro-corrupciones y desigualdades
sociales que hoy advertimos en los estados musulmanes, la mayoría de los cuales
continúa profesando el nacionalismo islámico.
De donde se deduce que si un poder
mayor no acaba con el nacionalismo, como quedó dicho, éste se degrada de tal
modo que es incapaz de emerger durante siglos y siglos y se mantiene en la
indigencia de pensamiento y lo que más abunda en su seno es la estrechez económica y
social. En cualquier caso, el nacionalismo esplendoroso siempre estará
destinado a la fugacidad.
Lo mejor que le puede ocurrir al ser
humano para evitar pagar el precio que conlleva el poder de una mentalidad tan
obcecada y atroz, así lo creo sinceramente, es que el nacionalismo incontrolado
no vuelva a asentarse en lugar alguno por nunca jamás.
Como podemos ver —en conclusión—, no
hay nada nuevo bajo el sol de las ideologías sino el deseo de algunos hombres
dispuestos a dominar a sus semejantes mediante la coartada, sea religiosa o
étnica.
La gran pregunta sería: ¿Cómo y cuándo
se debe parar al nacionalismo?
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