Si aceptamos que la Constitución es reformable, debería serlo en cualquier sentido, no solo en el que pretenden los nacionalistas. |
No hay modo de que mi amigo Jordi, con el que
intercambio correos electrónicos a menudo, cese en su apasionada defensa de
todo lo “diferencial” y en la necesidad apremiante de la reforma de los
estatutos autonómicos, necesidad convertida hoy en día, ya en el año 2015, en una
llamada al diálogo para que el Estado español —que diría él— acepte un mínimo
de cuestiones reivindicadas por el nacionalismo.
Juraría que Jordi se ha situado de parte de lo que
considera “nacionalidades oprimidas” porque siente simpatía hacia lo que él
denomina el rival débil que se enfrenta al todopoderoso Estado. Es algo
parecido a quien en un campo de fútbol anima al equipo que está en zona de
promoción y juega contra el líder que va sobrado de puntos.
Porque a los nacionalistas, sean vascos, catalanes,
gallegos o de vete a saber dónde, no les basta con sentirse diferentes, que al
fin y al cabo tal sentimiento debería ser como una religión en la que uno tiene
fe o no la tiene, sino que al mismo tiempo necesitan el reconocimiento ajeno, a
poder ser bajo palio, para revalidar con nota una asignatura en la que se han
empeñado en doctorarse sin que cuente la legalidad vigente —Constitución— o la
moralidad de unas ideas que diferencian a un hombre de otro según sea la orilla
del Ebro en la que haya nacido.
La palabreja de marras, diferencial, en matemáticas
define la diferencia infinitamente pequeña de una variable, que es la que en
realidad se da entre las gentes de cualquier región de nuestra querida España.
Los nacionalistas —mi amigo aún no lo sabe pero él es uno de ellos, y radicalizándose—,
bien al contrario que en las ciencias exactas utilizan el término de la forma
más artificial posible y le atribuyen el valor de lo radicalmente distinto. En
el fondo no es más que el artificio gárrulo, por lo chirriante y continuado,
que enmascara lo contrario de lo que sucede en el escenario hispánico.
El truco es bastante similar al que utilizan los
comunistas y otros sectarios de izquierdas cuando se declaran “progresistas”,
quienes no cesan de denominarse de tal modo a sabiendas de que en la práctica
su ideología incorpora cualquier cosa menos progreso. Y es que hay posturas
políticas, por lo común totalitarias y de historial infausto, que sólo pueden
ser defendibles mediante la falsedad y el descaro, destinadas por lo común a
los ignorantes.
El último argumento de mi amigo Jordi en defensa de
Maragall y su mega-utopía (propuso una mega región europea que comprendiese
parte de Francia y parte de España), copia borrosa en papel carbón de ciertos
pensamientos pujolianos, es afirmar que Aznar y el Partido Popular no permiten
la reforma de los estatutos autonómicos ni de la Constitución porque son
nacionalistas españoles. Y además lo dice dándole a la afirmación un tinte
apocalíptico que encierra no ya victimismo sino directamente “genocidismo”
—permítase el palabro—, puesto que asegura que el PP pretendía seguir con “las
naciones periféricas maltratadas”.
Ya no sé cómo decirle a Jordi que escuchar la misma
cantinela nacionalista durante tantos años —de hecho, por su edad, sólo ha
vivido el pujolismo— le ha confundido las ideas y le impide la más sencilla de
las reflexiones: Si el Partido Popular fuese nacionalista español, que no lo
es, estaría encantado con la reforma de la Constitución y de los estatutos. Si
el Partido Popular fuese nacionalista español, que no lo es, su propuesta de
reforma de los estatutos (si aceptamos que son reformables deberían serlo en
cualquier sentido) iría encaminada a recortar competencias (sobre todo
educación: marmita donde se mezclan los “chutes” intravenosos de lo
diferencial) y a poner a determinados independentistas en su sitio.
Si como asegura mi amigo, además, el Partido
Popular fuese franquista, que no lo es, su propuesta de modificar la
Constitución española, propuesta que no existe, consistiría en transformarla
para dejar a las autonomías en simples regiones más o menos descentralizadas y
a la europea, a imagen y semejanza de esos departamentos franceses que a
Maragall tanto le motivan.
De ser franquista el PP, como opinan aquellos que a
mi amigo Jordi le ponen el bromuro en el vino (nacionalismo hasta en la sopa),
los años de mayoría absoluta del gobierno Aznar se habrían caracterizado por un
marcaje riguroso a Pujol y no por apuntalarle en el Parlamento de Cataluña, en aras de la estabilidad política. Eso
sí, ahora que ha finalizado la legislatura catalana con Pujol al frente, el
Molt Honorable, a quien tanto le gustaba que se le reconocieran sus
diferencias, no se molestó lo más mínimo en dar las gracias a quien le permitió
gratis (errar es de humanos) gobernar los últimos cuatro años.
Lo que pasa es que mi amigo Jordi, que incautamente
considera aceptable y conveniente la deriva de los nacionalismos hacia no se
sabe qué, siempre que en ese "no se sabe" se incluya la palabra "nación", puesto que ni la propia independencia les bastaría a quienes profesan
la radicalidad del expansionismo, es incapaz de valorar la sobriedad y realismo
que representan el PP, cuyo único objetivo (¡nada más y nada menos!) apunta a
la estabilidad de España y a la creación de riqueza y bienestar para todos,
nacionalistas incluidos.
La actitud ciertamente equidistante, y sobre todo leal,
es la que hoy podríamos atribuirle al PP (también en el año 2015), un partido que, a diferencia de otros
dispuestos a pactar con quien sea (como se ha demostrado recientemente con el
socialismo de Pedro Sánchez), se muestra a mitad de camino entre el submundo de
quimeras soberanistas y un nacionalismo español que, de existir, tendría como
objetivo la desaparición de la España que nuestra Constitución consagra y apostaría por un Estado centralizado a la francesa. Pero no es así, porque acertadamente o no, el PP es equidistante y leal (repitámoslo), con la Constitución que ahora tenemos.
En puridad, cabria hablar de la equidistancia
frívola, que encarnan quienes secundan a los aventureros con tal de alcanzar el
poder, y de la equidistancia responsable que representa el PP. Las preguntas
adecuadas en este caso serían: ¿No es en el término medio donde se halla la
virtud? ¿Por qué cambiar una Constitución que ha hecho de España una nación
próspera que empieza a ser admirada allende sus fronteras?
Nota adicional: La admiración que se cita corresponde
a la sensación que se vivía cuando se elaboró el artículo, en 2003. Esa
admiración fue anulada de un plumazo por las pusilánimes disposiciones del
gobierno socialista llegado al poder al año siguiente. Además, transcurridos 12 años desde que escribí este artículo, hoy ya no estaría de acuerdo en dejar como están a las comunidades autónomas: Convertidas en un pozo sin fondo y cargadas de una rivalidad que les impulsa a propinarse continuos codazos unas a otras.
Esto es un sinsentido. Si analizamos lo que viene ocurriendo desde hace ya demasiados años, no le vemos sentido, porque todas estas veleidades nazionalistas, además de ser cuatro gatos (al cabo de cuarenta años ya son un número apreciable), al final se encuentra la pasta.
ResponderEliminarPor tanto o admites el "tú, más" o no tiene sentido que los sucesivos gobiernos hayan, no sólo, dejado hacer, sino facilitado el robo. De modo que tal parece que los separatistas se llevan dos uvas mientras los centrales se llevan tres.
O la otra explicación, descabellada o no tanto, es que hay un plan para desmembrar España y todos los políticos se aplican con fruición a él.
Por tanto o te pones conspiranoico, porque al fin y al cabo para llevarse la pasta hace falta que se junten varios y eso es conspiración o caes en el sinsentido y te vuelves loco.
Pacococo
En pocas palabras: Unos cuantos sinvergüenzas y un buen puñado de incautos. Los primeros han vivido del cuento, los segundos se han convertido en ganado.
Eliminar