Conde de Floridablanca (obra de Goya), Primer Secretario de Estado y Despacho, Presidente de la Junta Central Suprema hasta su fallecimiento. |
Si descontamos los episodios de las últimas guerras
civiles, como las carlistas y la del 36-39 del siglo pasado, en España se vive
ahora el segundo peor momento histórico que se conoce en la Edad contemporánea.
Es incluso más deplorable que la crisis del 98, porque entonces se perdieron
las últimas colonias a manos del Imperio americano, que surgía imparable, y hoy
es nuestro propio cuerpo, nacido de una guerra civil de ocho siglos entre el
Islam y la Cristiandad, el que comienza a desgarrarse para
dolor de muchos y regocijo de traidores.
La época más nefasta de nuestra
Historia reciente, ya larga historia, correspondería al período comprendido
entre la llegada al trono de Carlos IV y lo que conocemos como la Restauración,
especialmente a partir del destierro del más grande de los presidentes de
Gobierno (cuyo cargo se denominaba Primer
Secretario de Estado y Despacho) que haya dado nuestra patria: José Moñino
y Redondo, más conocido como el conde de Floridablanca, un gran intelectual y
hombre clave de la Ilustración que modificó comportamientos anacrónicos de su
época, como el prejuicio social al trabajo de las clases altas, y llevó a
España a la modernidad mediante la enseñanza generalizada, apoyada por primera
vez en la creación de colegios públicos gratuitos.
En el exterior, Moñino buscó la seguridad de nuestros
territorios americanos, el equilibrio diplomático frente al Imperio británico y
la autonomía respecto a Francia. Aún así, Moñino fue destituido y desterrado
por Carlos IV y al poco tiempo entraría en escena Manuel Godoy, uno de esos
personajes que la historiografía relaciona con fracasos (Trafalgar), cesiones (Tercer
Tratado de San Ildefonso, en 1800) y sublevaciones populares (Motín de
Aranjuez), circunstancias definitorias, asimismo, de una monarquía que prefirió
quedarse al margen del acontecer de su Reino.
Carlos IV fue ese rey español que abdicó en dos ocasiones,
la primera de ellas a favor de su hijo Fernando, en marzo de 1808. A su vez,
Fernando, que era un príncipe receloso y de actitudes despóticas, enseguida le devolvió
la corona por creer que ostentarla aparejaba un gran peligro. Tal era el grado
de terror que las casas reales sentían en toda Europa, desde que en 1789
triunfó la Revolución francesa y se sucedieron cruentas represiones contra una
clase aristocrática en la que ni el propio monarca galo quedó a salvo de ser
guillotinado en 1793. Más tarde, en mayo del mismo año 1808 el rey español cedió
la corona por segunda vez, en esta ocasión a favor del emperador Napoleón I,
que a punta de bayoneta le arrancó a Carlos IV la renuncia al trono de España.
En su primera abdicación, Carlos IV sintió verdadero pavor,
igual que su hijo, ante lo que parecía un remedo de Revolución francesa y hoy
conocemos como el motín de Aranjuez, movimientos populares que se desarrollaron
en el Real Sitio y en Madrid, principalmente ante la sede del valido Godoy,
cuyo palacio de la calle del Barquillo asaltó una turbamulta que deseaba evitar
a toda costa la marcha de la Corte a Andalucía o incluso a las Indias, como
apuntaban los rumores desatados en toda España después del tránsito teórico,
camino de Portugal, de un ejército francés que ocupó la mayor parte de nuestra
patria con la intención de quedarse.
En su segunda cesión de los derechos dinásticos, Carlos IV,
que junto a su familia se encontraba en Bayona bajo la “protección” del
Emperador francés, no dudó ni un momento en entregarle el reino al enemigo que
lo ocupaba. La cesión al francés de lo que entonces era aún el gran Imperio
español supuso a corto plazo la pérdida para nuestra patria de unos territorios
inmensos (habitados por gentes aún no demasiado insatisfechas), que podían
haberse conservado muchos años más y que probablemente hubiese determinado una
trayectoria distinta en nuestro acaecer histórico; eso sí, siempre que la
Constitución conocida como la Pepa, de 1812, les hubiese afectado de lleno a
los entonces españoles de América, durante el tiempo necesario y con otro
monarca menos nefasto y corrupto que Fernando VII.
De hecho, respecto a la pérdida de las colonias españolas
en América, hay teorías que apuntan a que no es tan descabellada la posibilidad
de haberlas mantenido como contrapeso estratégico mundial —incluso con la ayuda
alterna o al unísono de los EEUU y Alemania—, todo el tiempo que duró el
Imperio británico, es decir, hasta más allá de la Segunda Guerra Mundial. Pero
no fue así, evidentemente, y a la pérdida de los territorios continentales,
motivada por el absolutismo y la dejadez de Fernando VII, que le importaba bien
poco cuanto sucediese al otro lado del Atlántico siempre que él siguiera
ocupando el trono, le sucedió un empobrecimiento galopante de España que
convirtió a los españoles en los parias de Europa. Se pasó del todo a la nada
en menos de dos generaciones.
Hoy, a comienzos del año 2005, se dan en España
circunstancias muy semejantes a las descritas, que convierten a lo que se vive
en nuestro tiempo en el segundo peor momento histórico. El rey Juan Carlos I se
inhibe de ejercer el poder moderador que la Carta Magna le atribuye, una
atribución ambigua si se quiere, como buena parte de la Constitución, pero
precisamente por ello con muchas posibilidades de ser desarrollada para elevar
el espíritu patriótico de los españoles y frenar el caos institucional en el
que nos adentramos. Pero no es así y me extraña, porque a don Juan Carlos le
atribuyo mucho más coraje que a su antecesor Carlos IV. No obstante, salvo los
mensajes en Navidad, solicitando unión entre los españoles, poco más le he
visto últimamente a nuestro Rey que no sean los consabidos viajes al extranjero
para representarnos o las inauguraciones en esta o aquella región, donde se
acostumbra a abrazar con mayor efusión de la cuenta con quienes se declaran
otra cosa que españoles.
El presidente Rodríguez ejerce de Manuel Godoy, como lo
demuestra su echarse en brazos del presidente francés incluso en la
Constitución europea (algo aún peor que el Tratado de San Ildefonso), o su
cobardía partidista en Iraq (más deplorable que Trafalgar, donde sí se dio la
cara) y su falta de condena a las manifestaciones que la turbamulta (Motín de
Aranjuez), completamente alejada en este caso de todo espíritu democrático o
patriótico, desplegó en la víspera del 14-M. De hecho, si ZP hubiese podido,
habría desterrado a José María (Floridablanca) Aznar. Como le fue imposible
hacerlo, ahora trata de arrancarle el alma para liberar a España, una nación
que no reconoce, de cualquier remanente espiritual en lo que pudo haber sido la
nueva Ilustración. No me extrañaría nada que a Zapatero acabasen llamándole con
mucha sorna “El Príncipe de la Paz”.
Maragall e Ibarreche asumen el papel de libertadores de sus
territorios, a lo Bolívar o San Martín pero en pedestre, con esa baja estofa
cargada de perfidia que en realidad conduce a todo lo contrario de la libertad,
que es el totalitarismo de quien gobierna sobre un pueblo desprovisto de
democracia. Mediante el uso y abuso de un adoctrinamiento que dura ya más de 35
años en Cataluña y el País Vasco, el social-nacionalismo de uno y el racismo
del otro han convertido a esas “colonias” en una especie de protectorado del
“Ciudadano Kane”, donde la libertad de prensa es letra por letra monocolor, se
pide que sólo se consuman productos “patrios” y se achaca cualquier mal, casi
siempre fruto de sus propias ineptitudes, al resto de una nación que lleva 300
años enriqueciéndoles y siendo un mercado cautivo de los productos vascos o
catalanes, cuyos empresarios, cada día más espantados ante el quebranto que se
avecina a galope tendido, comienzan ya a dar la voz de alarma.
Carod-Rovira sería el bufón de la corte o a lo sumo una especie
de Esquilache malsano. El ministro, de origen italiano, quiso imponer
determinadas costumbres que el pueblo no aceptó; el político, dicen que catalán
pero lo dudo, no es menos fanático a la hora de fijar lo que debe hacerse o no
en el gobierno regional. Un Gobierno que su partido apoya como parte del
Ejecutivo, aunque al mismo tiempo, eso sí, ejerce como oposición. Tres cuartos
de lo mismo representan las bufonadas de Carod en el Congreso de los Diputados,
donde ataca y defiende a la vez a un tipo atolondrado y espantadizo, más
conocido como ZP, el cual no para de ofrecerles momios. Una actitud ubicua, la
de Carod, perfectamente acorde a los tiempos que vivimos, en los que cada
ministro de la Nación tiene una opinión distinta en el tema que sea respecto a
sus colegas del Consejo. Desgobierno se le llama a eso. Ausencia de criterio de
Estado o vacío de poder, como también podríamos definirlo.
Qué tendrá la sangre peninsular que genera tanto desleal
interesado en la fractura de la patria. Qué infamia histórica estaremos
purgando para que no haya centuria sin gobernantes incompetentes, que se
muestren dispuestos a saldar la Nación a cambio de un plato de lentejas. Cómo
es posible que un pueblo culto y laborioso, como el español, que vive en la
calle, al sol de su clima mediterráneo o canario, y que de la tierra, árida en su mayor parte, extrae lo suficiente para figurar entre los diez países más ricos del mundo,
sea incapaz de advertir, ante las urnas, que podría llegar a entregarle el poder a una coalición de radicales que carece de la reciedumbre moral para frenar la sangría territorial que se
avecina.
Artículo revisado, insertado inicialmente el 2 de enero de
2005 en Batiburrillo de Red Liberal
PD:
Podría prolongar la analogía histórica hasta el verano de 2015, en vísperas
de que el separatismo catalán ultime su cisma. No lo haré, no prolongaré la
analogía. Considero al lector con la capacidad suficiente como para imaginársela.
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