Al nacionalista, como a todo miembro de una ideología colectivista, se le atribuye cierta virtud la mar de curiosa: Le gusta ir junto a otros de su misma especie, igual que sucede con los corderitos. |
Como
se apuntaba en la primera parte, para el nacionalista no basta con desacreditar
demoledoramente al rival. El dirigente nacionalista, si quiere conservar
impolutos de pensamiento democrático a sus seguidores (el nacionalismo jamás es
democrático puesto que dejaría de ser nacionalismo), sabe que debe poseer,
además de cierta apostura bravucona no exenta de ingenio y desfachatez, unos recursos
suficientes que le permitan renovar a menudo —a poder ser con gracejo— los
improperios que sistemáticamente lanza hacia el Gobierno de España o hacia ese
cincuenta por ciento de disidentes vascos, de ahí que necesite no poca
habilidad para la elaboración de sinónimos que en todo momento y circunstancia
darán a entender del rival que es un opresor español o un traidor a Euskadi.
En
las abundantes concentraciones de la campa (la frecuencia debe ser alta para
mantener seducido al devoto), el dirigente nacionalista exalta sin restricción
alguna las numerosísimas virtudes partidistas (él dice vascas), que
milagrosamente cada día son más abundantes, e invariablemente vaticina para los
suyos la consecución no lejana (ya se han fijado varias fechas) del mayor de
los paraísos terrenales habidos o por haber en nuestra galaxia, donde todos los
abertzales además de utilizar en exclusiva el idioma de Adán (euskera)
disfrutarán del bienestar arcangélico que jamás debieron perder ante las
fuerzas de ocupación española.
Tales
concentraciones (que nada tienen que ver con un mitin político en período
electoral y que los partidos no nacionalistas, salvo el PC, no practican),
cuando son observadas desde fuera, con alguna perspectiva, aparecen cargadas de
un fascismo tan rancio, tan radical, que difícilmente podrían celebrarse en
otro rincón de Europa. Chocantemente, discurren en España (el País Vasco aún
forma parte de ella), donde según aseguran esos mismos abertzales no hay
libertad.
El
dirigente nacionalista, asimismo, dentro de cada pareja de fábulas lanzadas
hacia la campa, donde el relato de la epopeya vasca cobra fuerza sobrehumana,
intercala y augura el rotundo fracaso de quien evite el “diálogo”. Tras docena
y media de historias fantasiosas y de intimidaciones al enemigo, el dirigente
nacionalista advierte cómo se acrecienta la adhesión en la llanura y cómo sus
huestes, a priori convencidas, acaban satisfechas. Y entre trago de vino y
dentellada de pan tierno que envuelve al mejor pata negra, que ya se sabe,
están oprimidos, concluyen aclamándole con entusiasmo en una bacanal de fe “patriótica”
e inquebrantable. En ese instante, mientras guarda silencio para permitir que
la masa se explaye, el dirigente nacionalista reconoce para sí que tiene poder,
reconoce que desea conservarlo y acrecentarlo y reconoce que, de ser posible
(por él no ha quedar), sería bueno no rendir cuentas a nadie.
Pero
¿cómo averiguar las intenciones de alguien que se dice nacionalista, que
combate con suma “ineficacia” las actividades del terror (del que
indirectamente se beneficia) y que al mismo tiempo asegura —por lo menos de
boca para afuera— que sólo busca la autodeterminación (subterfugio de
independencia) de su “patria” por vías democráticas y pacíficas? Para responder
a ello, probablemente deberíamos de sustentarnos en la prospectiva, disciplina
que tiende a explorar el futuro de una determinada actividad a partir del
pasado y del presente.
Si
como base de partida analizamos cualquier nacionalismo anterior, desde el
prusiano del siglo XIX hasta el Serbio de hace pocos años, y valoramos ciertas
etapas de la historia de Rusia, Japón, Italia y Alemania, advertiremos que
todos los nacionalismos citados y algunos más que podrían añadirse (como el
argentino, el chileno, el islámico, el turco, el hindú, etc.) acabaron
invariablemente en intentos expansionistas y en guerras subsiguientes.
Así,
pues, el repaso de los antecedentes no nos ayuda a creer en la buena fe de
cualquier nacionalista que se proclame pacífico —todos lo eran antes de
convertirse en regímenes totalitarios y violentos—, porque el expansionismo a
cualquier precio es consustancial al nacionalismo en cuanto llega al poder
incontrolado, un poder que siempre acaba en dictadura o tiranía, a veces en
guerra civil o en purgas monstruosas (cuando no en genocidios), e
invariablemente concluye en acoso a sus vecinos. El nacionalismo, al menos
históricamente, no dejó de comportarse así hasta que un poder mayor fue capaz
de pararlo y arrojarlo al vertedero de la Historia.
Otra
cuestión a tener en cuenta respecto del nacionalismo vasco actual, a efectos de
considerarlo expansionista o no, es la lectura entre líneas del discurso que
utiliza para sus afines. Euskal Herria, que sólo especifica —discutiblemente—
un territorio donde en alguna ocasión se había hablado en euskera, para ellos
representa, en una primera etapa, el “mapamundi” de sus aspiraciones. Y ya de
entrada descartan, puesto que la reivindicación no puede ser más “justa”,
cualquier posible oposición de navarros, riojanos, burgaleses, cántabros,
aragoneses e incluso catalanes, habitantes de unos territorios (sin citar otros
de Francia) hasta donde hacen llegar, en los más variados documentos (ver
páginas nacionalistas en Internet), sus apetencias jurisdiccionales. Sería
paradójico, por no decir risible, que los nacionalistas catalanes y vascos —con
permiso de navarros y aragoneses— acabasen a guantazo limpio por un trozo de
los Pirineos.
Se
podría argumentar que la mayoría de las páginas de Internet representan ideas
particulares de gente más o menos fanatizada. Pero el fanatismo, si uno lo
piensa, no es una enfermedad hereditaria que llevemos en los genes y que surge
con espontaneidad a la tercera o cuarta generación, sino que más bien es una
muestra de algo asimilado o inducido. Así, pues, al aplicar la lógica a este
asunto de Internet se llega a la conclusión de que los internautas sólo
reflejan las machaconas consignas recibidas.
Pero
no todo es Internet, también existen múltiples folletos y documentos públicos
(ahora mismo tengo en las manos uno de cierta población Vizcaína) en los que
Euskal Herria comprende la totalidad de Navarra y otros territorios no
pertenecientes al País Vasco. Entre esos documentos oficiales, o avalados por
la Administración nacionalista, destacan muy especialmente los libros de texto
de cualquier nivel, donde la gran Euskal Herria figura siempre a caballo de
Francia y España y donde se dice que el territorio vasco nada tiene que ver con
los dos estados citados.
Tres
cuartos de lo mismo a lo anterior ocurre con los libros de texto y muchos
documentos públicos en Cataluña, que representan “Els Països Catalans”
(Cataluña, Comunidad Valenciana, Islas Baleares y lo que ellos denominan
Catalunya-Nord en Francia) como si de un estado independiente se tratase y
totalmente ajeno al país galo o a España. Eso sin contar la penúltima frivolidad
del ínclito Maragall (participante perpetuo en la foto “finish” del
nacionalismo), que a todo lo anterior incluye la Comunidad Aragonesa y asegura
estar en condiciones de “resucitar” la mega región europea de la antigua Corona
de Aragón. Asunto que parece haber aparcado, por el momento, ante tanta
insistencia de ERC en expandirse hacia el sur.
Como
es fácil deducir, sin escarbar demasiado, los nacionalistas catalanes también
tienen en cartera su Euskal Herria, y no sería tan disparatado, de cumplirse
los sueños expansionistas de ambos nacionalismos, que, como quedó dicho,
acabasen a guantazo limpio por un trozo de los Pirineos o de un recodo del
Ebro. De este modo, ahora sí, se enfrentarían dos nacionalismos. El cuerpo me
pide las siguientes reflexiones: ¿También habría un nacionalismo bueno y otro
malo? ¿Cuál sería cual?
Es
notable, por tanto, que el nacionalismo vasco —y el catalán— enseña a menudo la
patita y que cuando se destapan sus vergüenzas, no ya expansionistas si no
directamente imperialistas, la última de ellas referida a reivindicar el
Imperio hispano de Sancho III el Mayor (antiguo rey de Pamplona al que le
aguarda —tiempo al tiempo— todo un rosario de homenajes, glorificaciones y
monumentos que le convertirán en señor y paladín de lo eusquérico), la única
respuesta que ofrecen es hacerse el ofendido, recurrir durante una buena
temporada al insulto descalificativo del oponente y acabar solicitando diálogo
como solución única (siempre que se les dé lo que piden, claro), las tres fases
de una estrategia que, por supuesto, les dura desde hace más de 100 años.
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