martes, 4 de agosto de 2015

La leal equidistancia del Partido Popular

Si aceptamos que la Constitución es reformable, debería serlo en cualquier sentido, no solo en el que pretenden los nacionalistas.

No hay modo de que mi amigo Jordi, con el que intercambio correos electrónicos a menudo, cese en su apasionada defensa de todo lo “diferencial” y en la necesidad apremiante de la reforma de los estatutos autonómicos, necesidad convertida hoy en día, ya en el año 2015, en una llamada al diálogo para que el Estado español —que diría él— acepte un mínimo de cuestiones reivindicadas por el nacionalismo.

Juraría que Jordi se ha situado de parte de lo que considera “nacionalidades oprimidas” porque siente simpatía hacia lo que él denomina el rival débil que se enfrenta al todopoderoso Estado. Es algo parecido a quien en un campo de fútbol anima al equipo que está en zona de promoción y juega contra el líder que va sobrado de puntos.


Porque a los nacionalistas, sean vascos, catalanes, gallegos o de vete a saber dónde, no les basta con sentirse diferentes, que al fin y al cabo tal sentimiento debería ser como una religión en la que uno tiene fe o no la tiene, sino que al mismo tiempo necesitan el reconocimiento ajeno, a poder ser bajo palio, para revalidar con nota una asignatura en la que se han empeñado en doctorarse sin que cuente la legalidad vigente —Constitución— o la moralidad de unas ideas que diferencian a un hombre de otro según sea la orilla del Ebro en la que haya nacido.

La palabreja de marras, diferencial, en matemáticas define la diferencia infinitamente pequeña de una variable, que es la que en realidad se da entre las gentes de cualquier región de nuestra querida España. Los nacionalistas —mi amigo aún no lo sabe pero él es uno de ellos, y radicalizándose—, bien al contrario que en las ciencias exactas utilizan el término de la forma más artificial posible y le atribuyen el valor de lo radicalmente distinto. En el fondo no es más que el artificio gárrulo, por lo chirriante y continuado, que enmascara lo contrario de lo que sucede en el escenario hispánico.

El truco es bastante similar al que utilizan los comunistas y otros sectarios de izquierdas cuando se declaran “progresistas”, quienes no cesan de denominarse de tal modo a sabiendas de que en la práctica su ideología incorpora cualquier cosa menos progreso. Y es que hay posturas políticas, por lo común totalitarias y de historial infausto, que sólo pueden ser defendibles mediante la falsedad y el descaro, destinadas por lo común a los ignorantes.

El último argumento de mi amigo Jordi en defensa de Maragall y su mega-utopía (propuso una mega región europea que comprendiese parte de Francia y parte de España), copia borrosa en papel carbón de ciertos pensamientos pujolianos, es afirmar que Aznar y el Partido Popular no permiten la reforma de los estatutos autonómicos ni de la Constitución porque son nacionalistas españoles. Y además lo dice dándole a la afirmación un tinte apocalíptico que encierra no ya victimismo sino directamente “genocidismo” —permítase el palabro—, puesto que asegura que el PP pretendía seguir con “las naciones periféricas maltratadas”.

Ya no sé cómo decirle a Jordi que escuchar la misma cantinela nacionalista durante tantos años —de hecho, por su edad, sólo ha vivido el pujolismo— le ha confundido las ideas y le impide la más sencilla de las reflexiones: Si el Partido Popular fuese nacionalista español, que no lo es, estaría encantado con la reforma de la Constitución y de los estatutos. Si el Partido Popular fuese nacionalista español, que no lo es, su propuesta de reforma de los estatutos (si aceptamos que son reformables deberían serlo en cualquier sentido) iría encaminada a recortar competencias (sobre todo educación: marmita donde se mezclan los “chutes” intravenosos de lo diferencial) y a poner a determinados independentistas en su sitio.

Si como asegura mi amigo, además, el Partido Popular fuese franquista, que no lo es, su propuesta de modificar la Constitución española, propuesta que no existe, consistiría en transformarla para dejar a las autonomías en simples regiones más o menos descentralizadas y a la europea, a imagen y semejanza de esos departamentos franceses que a Maragall tanto le motivan.

De ser franquista el PP, como opinan aquellos que a mi amigo Jordi le ponen el bromuro en el vino (nacionalismo hasta en la sopa), los años de mayoría absoluta del gobierno Aznar se habrían caracterizado por un marcaje riguroso a Pujol y no por apuntalarle en el Parlamento de Cataluña, en aras de la estabilidad política. Eso sí, ahora que ha finalizado la legislatura catalana con Pujol al frente, el Molt Honorable, a quien tanto le gustaba que se le reconocieran sus diferencias, no se molestó lo más mínimo en dar las gracias a quien le permitió gratis (errar es de humanos) gobernar los últimos cuatro años.

Lo que pasa es que mi amigo Jordi, que incautamente considera aceptable y conveniente la deriva de los nacionalismos hacia no se sabe qué, siempre que en ese "no se sabe" se incluya la palabra "nación", puesto que ni la propia independencia les bastaría a quienes profesan la radicalidad del expansionismo, es incapaz de valorar la sobriedad y realismo que representan el PP, cuyo único objetivo (¡nada más y nada menos!) apunta a la estabilidad de España y a la creación de riqueza y bienestar para todos, nacionalistas incluidos.

La actitud ciertamente equidistante, y sobre todo leal, es la que hoy podríamos atribuirle al PP (también en el año 2015), un partido que, a diferencia de otros dispuestos a pactar con quien sea (como se ha demostrado recientemente con el socialismo de Pedro Sánchez), se muestra a mitad de camino entre el submundo de quimeras soberanistas y un nacionalismo español que, de existir, tendría como objetivo la desaparición de la España que nuestra Constitución consagra y apostaría por un Estado centralizado a la francesa. Pero no es así, porque acertadamente o no, el PP es equidistante y leal (repitámoslo), con la Constitución que ahora tenemos.

En puridad, cabria hablar de la equidistancia frívola, que encarnan quienes secundan a los aventureros con tal de alcanzar el poder, y de la equidistancia responsable que representa el PP. Las preguntas adecuadas en este caso serían: ¿No es en el término medio donde se halla la virtud? ¿Por qué cambiar una Constitución que ha hecho de España una nación próspera que empieza a ser admirada allende sus fronteras?

Nota adicional: La admiración que se cita corresponde a la sensación que se vivía cuando se elaboró el artículo, en 2003. Esa admiración fue anulada de un plumazo por las pusilánimes disposiciones del gobierno socialista llegado al poder al año siguiente. Además, transcurridos 12 años desde que escribí este artículo, hoy ya no estaría de acuerdo en dejar como están a las comunidades autónomas: Convertidas en un pozo sin fondo y cargadas de una rivalidad que les impulsa a propinarse continuos codazos unas a otras.

2 comentarios:

  1. Anónimo21:55

    Esto es un sinsentido. Si analizamos lo que viene ocurriendo desde hace ya demasiados años, no le vemos sentido, porque todas estas veleidades nazionalistas, además de ser cuatro gatos (al cabo de cuarenta años ya son un número apreciable), al final se encuentra la pasta.

    Por tanto o admites el "tú, más" o no tiene sentido que los sucesivos gobiernos hayan, no sólo, dejado hacer, sino facilitado el robo. De modo que tal parece que los separatistas se llevan dos uvas mientras los centrales se llevan tres.

    O la otra explicación, descabellada o no tanto, es que hay un plan para desmembrar España y todos los políticos se aplican con fruición a él.

    Por tanto o te pones conspiranoico, porque al fin y al cabo para llevarse la pasta hace falta que se junten varios y eso es conspiración o caes en el sinsentido y te vuelves loco.

    Pacococo

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    1. En pocas palabras: Unos cuantos sinvergüenzas y un buen puñado de incautos. Los primeros han vivido del cuento, los segundos se han convertido en ganado.

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